Estamos en manos de ella. De ella y de él, desde luego. De Claudia Sheinbaum y de López Obrador. México les ha entregado las llaves para hacer todo lo que quieran. Y lo que han dicho que quieren hacer sí significa una Transformación. Porque López Obrador no había transformado realmente nada. Había causado alguna erosión democrática, pero no había significado un cambio histórico en ningún rubro de la vida pública. Estos años le sirvieron para aprender qué era lo que quería y cómo tenía qué hacerlo. Lo propuso en la recta final de su sexenio. Lo escribió como plan de gobierno de su sucesora. Su sucesora tomó gustosa la estafeta y hoy tiene el respaldo popular para proceder a la implementación.
Ese plan, avalado por una gran jornada democrática dominical, implica paradójicamente la destrucción de la democracia mexicana como la conocemos y como se construyó por décadas. El régimen de pesos y contrapesos que se diseñó para acabar con el partido de Estado que fue el PRI del siglo XX y sepultar el país de un solo hombre (o mujer), en el que la figura presidencial tenía todo el poder. El acento en la rendición de cuentas y el empoderamiento de la ciudadanía. El fomento de la representación plural, del respeto a las minorías y las garantías de libertad de expresión para toda forma de pensamiento.
Con el abrumador respaldo popular, quedará en sus manos, quedará en su buena voluntad respetar la legalidad, la posibilidad de alternancia en el poder, la libertad de expresión. Ya no podrán estar obligados u orillados, ni siquiera contenidos. Así lo avala el pueblo.
No creo que el Plan C haya sido lo que tenga en la cabeza el elector de Morena el domingo, pero formó parte del discurso en todos los mítines, así que votar por Sheinbaum era votar por eso. La estrategia oficialista fue plantear la elección como un referéndum reeleccionista de AMLO, y la candidata fue disciplinada en administrar la ventaja de su principal activo electoral: el presidente.
Tenía razón el presidente: la gente está feliz, feliz, feliz con él.
Para muchísimos, López Obrador es uno de los suyos, que se sacudió los privilegios que tanto ofenden, que piensa en ellos, que los apoya directamente con una lanita, que no habla español-político sino español-pueblo, que los visibiliza y los lidera en la defensa contra los malvados poderosos que solo buscan oprimirlos.
Para mucho otros, sigue siendo mejor Morena que la alternativa. La gente no es tonta. No es que piense que el país ya se pacificó, que ya se acabó la corrupción, que el sistema de salud es como el de Dinamarca o que el AIFA es el mejor aeropuerto del mundo. Es que coincide con el presidente en que el país que le dejaron era un desastre y evalúa que está intentando componerlo… aunque no lo logre. Y que los que nos metieron en esta bronca, están en la oposición y defienden lo que hicieron. Coinciden con él en que la violencia la desató Calderón, la corrupción la potenció el PRI y los hospitales públicos llevan décadas en crisis. La oposición no supo presentarse como una alternativa de futuro, sino —ahogada por nombres e historiales polémicos— terminó dándole la razón al argumento descalificatorio del presidente: quieren volver al pasado para recuperar sus privilegios.
En su primer discurso tras su triunfo, la presidenta electa Claudia Sheinbaum mostró más tolerancia que en los tres años que lleva en campaña: “Concebimos un México plural, diverso y democrático. Sabemos que el disenso forma parte de la democracia y aunque la mayoría del pueblo respaldó nuestro proyecto, nuestro deber es y será siempre velar por cada una y cada uno de los mexicanos sin distingos. Así que, aunque muchos mexicanos no coincidan plenamente con nuestro proyecto, habremos de caminar en paz y armonía”. Y lo más notable: después no matizó, fustigó, insultó, descalificó. Pero ese discurso fue asombrosamente parecido al primero que dio López Obrador tras haber sido declarado ganador de la Presidencia hace seis años. Y ya sabemos cómo se puso después.
Con sus márgenes y sus mayorías aplastantes, queda de ella. De ella y de él, que seguirá ejerciendo un enorme poder. Que la presidenta tome buenas decisiones, que postule y se rodee de gente que pueda decirle que no, y que brote la científica que conocimos en el primer tramo de su administración en la Ciudad de México. O que se extravíe en la soberbia del poder absoluto y nos regale la versión perversa, fría, despiadada e intolerante que nos exhibió después.