Termina formalmente el sexenio de Andrés Manuel López Obrador el lunes 30 de septiembre a la medianoche. Digo formalmente porque una presencia tan fuerte como la suya indudablemente seguirá gravitando de manera cotidiana en la actividad política y en la vida pública nacional.
Se trata de un sexenio que muestra enormes claroscuros.
Entre los primeros, la sacudida a la clase política nacional y a las élites mexicanas que durante décadas encontraron normal y natural que 53 por ciento de nuestros compatriotas sobrevivieran en la exclusión y el abandono.
Asimismo, la capacidad de conectar a nivel emocional con millones de mexicanos de bajos ingresos que lo sintieron como ‘mi Presidente, porque se preocupa por nosotros’, lo que se reflejó en los aumentos sostenidos a los salarios mínimos, las pensiones para el bienestar, y los apoyos a compatriotas en situación de pobreza.
En contraste, la inseguridad rampante y la extorsión ubicua, en un contexto de avance incontenible del crimen organizado que mantiene el control territorial en buena parte de la geografía nacional.
La gestión catastrófica en Pemex, que inició con la promesa de soberanía energética para encallar en sobrecostos, opacidad y dilapidación de recursos públicos inyectados para su ‘rescate’.
La corrupción tuvo lugar en el entorno del propio mandatario. Sus intentos por negarla y encubrirla han sido en vano.
Tengo para mí que lo más dramático es el viraje en la naturaleza del régimen político. La militarización de la vida pública es un hecho: se eliminó el mandato constitucional: ‘en tiempos de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar’.
La frágil democracia mexicana podía procesar elecciones, transiciones y transmisiones del poder. Con las artimañas para darse a sí mismo una mayoría constitucional que no obtuvo en las urnas, el actual régimen ha concentrado los tres poderes en una sola persona, y no en el Estado mexicano.
Críticos y disidentes fueron objeto de ataques del gobierno desde el primer día. En el caso Ayotzinapa, no entregó ni verdad, ni justicia.
AMLO buscó redimir la enorme deuda social que tenemos con nuestros compatriotas en pobreza extrema y la ubicó como prioridad. Sin embargo, no emprendió transformaciones de la estructura económica, ni pugnó por la separación del poder económico y el poder político: durante su mandato los ultrarricos multiplicaron sus fortunas. Se negó a emprender una reforma fiscal como sustento a la seguridad ciudadana, así como educación y salud dignas, que no pueden ser sustituidas por las transferencias en efectivo.
AMLO se llevará consigo el afecto de millones de mexicanos, pero nos quedó a deber un buen gobierno.
No convocó a los mexicanos a un propósito nacional, sino que impuso sus intereses personales, políticos y partidistas. Ejerció la presidencia como si su mandato no tuviera fin.
No hubo un proceso de transición ni recursos para sustentarlo. Sujetó a su agenda e interés personal a la Presidenta electa hasta el último minuto, como en el caso de la reforma judicial a la que muchos de adentro y afuera del gobierno veían como un sinsentido. Lo que pudo ser un relevo terso se produjo en medio de grandes convulsiones. El país está en vilo.
La evaluación del legado de AMLO deberá incluir un pie de página sobre su conducta como expresidente. Ya veremos cómo discurre.
Profesor asociado en el CIDE @Carlos_Tampico