Las colonias cerradas son muy comunes en México. Cada día más. Vivir encerrado en un fuerte nos parece del orden que deben seguir las cosas. Pero no lo es. Vivir en un fraccionamiento es ser preso voluntario.
Hernán Cortés
creó el primero, en 1521, al reservar el centro de la ciudad para los españoles y el resto, los alrededores, para los mesoamericanos. Mesoamericanos y peninsulares tenían diferentes leyes, tribunales y autoridades (civiles y eclesiásticas). La división no era solo espacial, sino también judicial y política: había dos repúblicas.
Para garantizar que el centro estuviera reservado a los españoles, construyeron sus casas en forma de fuertes. La segregación espacial tuvo un componente racista, pero también de supervivencia. Recién conquistados, los mesoamericanos podían rebelarse en cualquier momento. El imperio subyugado era una amenaza constante para la minoría peninsular.
En los siglos dieciséis y diecisiete la tendencia se revirtió. Hubo integración de distintos grupos sociales. En parte debido a que la población mesoamericana estaba diezmada (ya no le parecía tanto una amenaza a los españoles), en parte porque erigir murallas era incompatible con los principios del catolicismo, y en parte porque muchos de los hijos de españoles carecían de la fortuna de sus progenitores, así que tuvieron que vivir entre mesoamericanos.
La integración no duró mucho. A la corona española le preocupó perder el control de su colonia e intentó recuperarlo a lo largo del siglo dieciocho. Las Reformas borbónicas resultaron en un nuevo orden espacial, donde las clases bajas no se mezclaban con las clases altas. El cambio no solo afectó la relación entre clases sociales, sino entre los miembros de una misma clase. Ganó fuerza la idea de familia nuclear, la preponderancia de los espacios privados sobre los públicos. La última sociedad novohispana se dividió en unidades más pequeñas, cada una responsable de su futuro.
Con el crecimiento económico durante la dictadura de Díaz -en el siglo decimonónico- los límites de las ciudades se expandieron convirtiendo zonas rurales en residenciales. La expansión siguió a la burguesía franchute como modelo de refinamiento y buen gusto. En las primeras décadas del siglo veinte la revolución mexicana catalizó la migración a los suburbios, porque la gente quería un lugar tranquilo para vivir.
Uno de los fraccionamientos pioneros fue Lomas de Chapultepec , construido en la década de los treinta, promocionado como la “primera ciudad jardín” y que -según Diana Sheinbaum - imitó el modelo sajón desarrollado por Ebenezer Howard a finales del siglo diecinueve. Sin embargo, el primer fraccionamiento como lo entendemos hoy llegó hasta los cincuenta, diseñado nada menos que por Luis Barragán : Jardines del Pedregal . Sus características -con las limitaciones del momento- son las características del fraccionamiento del siglo veintiuno: terrenos -más o menos- del mismo tamaño, áreas verdes -para uso exclusivo de los habitantes del fraccionamiento- y acceso controlado, reforzado por un diseño de calles basado en cul-de-sacs. Las casas se construyeron orientadas hacia adentro, enfatizando que la esfera doméstica es más importante que la pública.
A Jardines del Pedregal lo promocionaron como “el lugar ideal para vivir”, y hoy, setenta años después, los mexicanos seguimos creyendo que lo ideal es construir cárceles enormes, contratar celadores de empresas de seguridad privada, y encerrarnos a ser felices. Solos, desde luego.
Cuando surgieron las autodefensas en México, en dos mil trece, hubo muchos alarmados entre las clases altas mexicanas: ¿cómo es posible que los ciudadanos tomen las armas y no permitan el ingreso a las calles? Pero ¿no es exactamente eso lo que hacemos -desde hace décadas- casi todos los que podemos vivir en un fraccionamiento? En mi caso, verbigracia, tengo que pasar dos controles de seguridad para ir por un tamal. La única diferencia entre La Ruana, Michoacán, y mi fraccionamiento, es que allá usan camionetas con algunos achaques, mientras que en mi fortaleza los vecinos manejan un coche último modelo. Igual que Cortés y sus hombres, en La Ruana y en mi calle vivimos con miedo a que nos pongan una navaja en el cuello.
Los fraccionamientos fragmentan a la sociedad. Los vecinos de una calle nunca conocerán a los de la calle de atrás si esa otra calle pertenece a otro fraccionamiento. (Y una sociedad donde abunda el anonimato es una ciudad donde abunda el crimen.) Los fraccionamientos aumentan el miedo al otro, pues el hábito de la segregación refuerza la idea de que solo estamos seguros cuando estamos acuartelados. Para colmo, los fraccionamientos son costosos (como todo producto de la inseguridad): hay que pagar guardias privados, personal administrativo, cámaras de vigilancia, mantenimiento de controles de acceso y estar dispuesto a perder tiempo: más de una vez he tenido que esperar media hora para sufrir la revisión necesaria antes de visitar a un amigo.
En 1958 aprobaron la primera Ley de fraccionamientos. Elegimos el camino incorrecto. En lugar de organizarnos para disolver nuestro miedo, id est , resolver el problema de la inseguridad en todo el país, preferimos normalizar la privatización de la seguridad pública: que quien pueda pagarla la pague; el que no, que sufra las consecuencias. Al regular los fraccionamientos el estado renuncia -al menos en parte- a su obligación de garantizar la seguridad de los ciudadanos. Para dejar de vivir como presidiarios hay que exigir una vida en paz.