La práctica común en periódicos y revistas es que las reseñas sean de sucesos recientes: la película que acaba de salir, la exposición que estará todo este mes en el Jumex, el libro que ganó el Pulitzer este año. Imposible encontrar una reseña de Guerra y paz en el suplemento cultural de este domingo.
Esto tiene sentido en el caso de una exposición. El orden en que se acomodan las obras y el diálogo que establecen entre ellas (y con el espacio de la galería) solo puede ser ponderado por alguien que estuvo ahí, así que intentar una reseña de la exposición colectiva de artistas independientes en 1917 carece de sentido.
No así con un álbum, o una novela. Leer Solaris hoy permite adentrarse en la obra maestra de Stanislaw Lem tanto como lo hicieron los primeros lectores, hace más de sesenta años. Este fenómeno le da otra cualidad al libro: además de su relevancia histórica para la cultura, el hecho de que yo pueda experimentar la obra de primera mano, sin intermediarios, la hace tan relevante hoy como lo fue en la segunda mitad del siglo veinte.
Claro que eso no hace que las ediciones de Solaris en las librerías se agoten como pan caliente. Sus ventas son incomparables con la saga de Elena Ferrante, los libros de Hanya Yanagihara o la galardonada biografía de Oppenheimer. Asumamos que los clásicos son más conmovedores, o que por lo menos trataron mucho tiempo antes los temas que los productos culturales más nuevos siguen desarrollando. ¿Por qué no se leen los clásicos? Sin pretender la respuesta absoluta, notemos una diferencia: de los libros nuevos se habla y se escribe mucho, de los clásicos no.
Y no tiene que ver con que lo nuevo se lee más y por eso se habla más de ello (propuesta de causalidad inversa). Para comprobarlo basta con ver el sinfín de entrevistas para publicitar libros hechos por periodistas que no han leído ni siquiera la primera página, así como los incrementos de ventas en que resultan las grandes campañas de mercadotecnia de nuevos autores cuando son impulsadas por editoriales con el poder suficiente. Una persona desconocida para la mayoría de la población (dígase Robert Oppenheimer) empieza a salir de boca de todos e incluso los que no estábamos interesados (me declaro culpable) acabamos viendo la película. Las recomendaciones de nuestros pares nos llevan a donde usualmente no iríamos. La conversación nos mueve.
El reseñista es un conversador, que viene a platicarnos de lo que ha visto, escuchado, leído. No necesariamente vamos a querer correr a ver, escuchar y leer todo aquello de lo que nos platican, pero si nadie nos transmite la intriga y la serie de preguntas sobre la soledad, los recuerdos, la memoria y el sentido de la vida que produce la lectura de Solaris, ¿por qué querría leerlo cualquier ciudadano que no está particularmente interesado en las novelas de ciencia ficción? Hablar de una experiencia grata es una forma de invitar a la otra persona a vivirla.
José Emilio Pacheco dijo que cada generación debe volver a traducir a los clásicos, para apropiárselos. Agrego que para apropiarse a los clásicos no solo hay que volver a traducirlos en cada generación, sino a reseñarlos. Porque reseñarlos no es otra cosa que decir leerlos, comentarlos, hablar de ellos, analizar qué valoramos y qué no, entender cómo entendemos los textos. Como dijo Gide, todo ya fue dicho, pero nadie estaba escuchando, así que tenemos que repetirlo.
Por ejemplo, las pláticas que tiene Kelvin con los otros dos tripulantes de la estación, a través de pantallas en las que puede ver su cara y oír su voz, no le resultan sorprendentes a ningún lector del 2023, que toca la pantalla de su celular y dos segundos después está en videollamada con una persona en otro continente, pero el sufrimiento y la desesperación que puede generar nuestra incapacidad para controlar nuestra mente, para lidiar con nuestros dolores más profundos, siguen tocando las fibras más sensibles de nuestro ser. Lo mismo nuestra obsesión con encontrar al otro. Solaris es un planeta cubierto casi en su totalidad por un océano. Mejor dicho, por una sustancia gelatinosa que tiene inteligencia propia y nadie comprende. El objetivo principal de los tripulantes de la estación es entender esta sustancia. Sin embargo, en su intento por entender esa cosa muy distinta de ellos los tripulantes acaban por encontrarse con sí mismos, con lo que más les duele.
Lo que Lem pensó desde la ficción Todorov lo hizo desde la historia y la filosofía. En su investigación sobre las misiones europeas de conquista que llegaron a América, mostró que, lo mismo Cortés y sus hombres buscando el nuevo mundo que los mexicas intentando comprender a seres montados en bestias de cuatro patas, el encuentro entre dos sociedades distintas no provocó la asombrosa novedad de lo ‘otro’, sino el inesperado y desconcertante encuentro con las limitaciones de uno mismo. Los conquistadores europeos, buscando al otro, se encontraron a ellos mismos.
El libro de Lem plantea lo mismo para nuestro mundo. Si, como Musk, estamos fascinados con la idea de mudarnos a Marte, ¿qué esperamos encontrar allá? ¿Estamos seguros de que el viaje nos llenará de todo aquello que no tenemos? ¿Cabe la posibilidad de que esa obsesión no haga más que enfrentarnos con el vacío que ya cargamos?