Vale la pena repetirlo: las condiciones de vida de la humanidad han mejorado en los últimos dos siglos. En el curso de una generación (de 1980 a 2020) el porcentaje de personas (en todo el mundo) viviendo en extrema pobreza (viviendo con menos de 2.15 dólares diarios) pasó de 40 a solo diez por ciento. Es un avance asombroso.
Eso no significa que vivimos en Amaurota. Por un lado, ese diez por ciento de la población que sigue viviendo en pobreza extrema no está distribuido de forma homogénea: la proporción de personas depauperadas no es la misma en Dinamarca que en México.
Segundo, porque la pobreza extrema no es el único tipo de pobreza; es el peor, sí, pero no significa que una persona que está apenas por encima del umbral de pobreza extrema vive bien. Queremos que todos tengan acceso a servicios de salud de calidad, a comida suficiente, a ropa limpia y una cama decente bajo un techo que frene la lluvia y el frío.
Por último, porque en un mundo de ocho mil millones de personas (sí, ya somos más de ocho mil millones) nuestro logro significa que 800 millones de personas viven en pobreza extrema. Dimensionemos: ochocientos millones. La población de toda América Latina no llega a los setecientos.
A esto sumémosle un problema reciente: en los últimos cuatro años la proporción de personas en pobreza extrema en el mundo ha incrementado. Claro que, de nuevo, la distribución de este incremento de pobreza no es uniforme.
Verbigracia, el PIB per cápita de EU (alrededor de 81 mil dólares) es 26 veces más que el promedio del PIB per cápita de los países con bajos ingresos (donde viven más o menos 766 millones de personas). Incluso el PIB per cápita de países de ingresos medio-bajos -como Nigeria, India o Filipinas- apenas representa una novena parte del PIB per cápita gringo (el de México es apenas poco más de una octava parte).
Por si acaso necesitamos otro dato impresionante de la desigualdad entre países: aquellos en el percentil diez de EU (en términos de ingreso) ganan -en promedio- dos veces y medio más que aquellos en el percentil noventa de la India. En otras palabras, los más pobres en EU siguen estando mejor que el 90 por ciento de la población india.
Lo que queremos es que los países más desfavorecidos alcancen a las sociedades más satisfechas. Desde hace tiempo los economistas sabemos que la convergencia no es algo que se da de forma ineluctable, y los últimos cuatro años, en los que los países más pobres han crecido a un ritmo más lento que los más ricos, vuelven a demostrarlo. Hay tres claves para entender porqué los países menos desarrollados están pasando por un muy mal momento:
Capacidad para gastar en caso de emergencia. Un país como EU o Alemania puede conseguir miles de millones en préstamos para hacer frente a una crisis, como la que originó el encierro por covid. Para México es mucho más difícil, y prácticamente imposible para Mali. Este dinero se usa para transferencias a los grupos más desfavorecidos, para evitar despidos masivos en el sector privado, incrementar el acceso a los servicios de salud y el acceso a las vacunas. Con menos dinero para hacer frente a la crisis, los países más pobres sufrieron más, y por eso la recuperación es más dolorosa.
Incremento en el precio de energéticos y alimentos. Entre 2021 y 2022, debido en gran parte al efecto embudo post-covid, los precios en el sector energético y en el de alimentos explotaron. Como siempre en una crisis, los más pobres son los más afectados. Ellos son los que gastan una mayor proporción de su ingreso en comida. La gente más privilegiada puede darse el lujo de seguir comiendo exactamente lo mismo, porque pueden pagarlo. Un país como Inglaterra podía simplemente pedir más gas para satisfacer la demanda local, pero Indonesia no. Con menos acceso a productos del sector energético la producción cae, y qué decir de la comida, ¿acaso la gente puede trabajar bien con el estómago vacío?
Guerras. Los conflictos armados han surgido en varias partes del orbe desde 2020: los más promocionados, Ucrania y Gaza, pero igual de trágico es lo que sucede hoy en Etiopía, Sudán y Myanmar. Esto destroza las economías de esas sociedades, desde luego, que son ya de por sí economías subdesarrolladas, pero no solo eso, daña las cadenas de suministro de todos los productos que se producen en esas regiones, lo cual golpea al resto del mundo, y afecta también a otros países a través de las sanciones comerciales que aliados de ambos lados del conflicto imponen para presionar al enemigo. En resumen: la guerra nos perjudica a todos.