Conforme el contenido generado con IA ocupa una porción cada vez mayor de ese mundo digital que ya coloniza buena parte de nuestras vidas, las leyes que lo regulan pasan al centro: tocan libertades cotidianas y el bienestar económico en conjunto.

Entre todas esas leyes, ninguna pesa más que el derecho de autor. La jurisprudencia sobre cómo se aplicará el copyright a la IA está escribiéndose ahora mismo y, si nuestro sistema legal llega entero a la próxima década, esas decisiones moldearán el futuro. Verbigracia: en marzo de este año, Thaler v. Perlmutter fijó un precedente —se exige autoría humana para proteger con copyright cualquier obra—.

Las piezas producidas por la “Creativity Machine” de Stephen Thaler, una red neuronal de imágenes tipo DALLE, quedan sin protección. Esto facilita que cualquiera use cosas hechas por IA en su trabajo. También evita una carrera armamentista en la que las empresas de IA intenten producir y registrar la mayor cantidad de material artístico posible antes que las demás.

Más especulativamente, esta decisión podría reservar un papel para humanos que trabajen con IAs incluso en un mundo plenamente ‘superhumano’: sellar con su visto bueno lo que hace la IA para que quede bajo el paraguas del copyright.

Hay otros casos ilustran el momento que vivimos en términos de copyright e IA: — Dinamarca aprobó una ley que refuerza los derechos de autor sobre la voz y los rasgos físicos de las personas en respuesta a la generación de voz con computadora. — En Estados Unidos, varias demandas de autores, artistas y músicos avanzan contra empresas de IA por usar sus obras en el entrenamiento.

Concord Music Group, por ejemplo, demandó a Anthropic por infracción al derecho de autor: al entrenar con letras de canciones y reproducir esas letras en el chat cuando se le piden, la empresa estaría “reproduciendo, distribuyendo y exhibiendo obras protegidas para construir su negocio”.

Hay otra demanda contra GitHub alegando que Copilot viola términos de licencias open source al omitir atribución cuando sugiere bloques de código similares a los originales.

También hay precedentes viejos que pesan: el caso de 2015 sobre los libros escaneados de Google resolvió que aquello fue uso justo transformativo; en particular estableció que la “información estadística” sobre “frecuencias de palabras, patrones sintácticos y marcadores temáticos” en un libro queda fuera del alcance del derecho de autor.

Lo que salga de todo esto puede minar la utilidad de los modelos actuales de IA. ¿Cuánto más caro se vuelve el entrenamiento si incluso el código open source queda fuera del uso justo? ¿O si cada vez que la IA reproduce un bloque de código similar debe pegarle encima un montón de metadatos de gestión de derechos (CMI) que no sirven al usuario?

Las decisiones también podrían imponer multas o acuerdos millonarios a firmas de IA y, de rebote, favorecer a China en la carrera. Algunas sentencias pueden cambiar por completo qué contenidos se producirán mañana y quién se enriquece con ellos.

La fiebre de secuelas en Hollywood, por ejemplo, probablemente se explica por la extensión continua de los plazos de copyright. Y lo más inquietante: hacer cumplir la propiedad intelectual puede exigir vigilar masivamente las salidas de las IAs para asegurarse de que no producen contenido ilegal.

Entonces, ¿cuáles son las decisiones correctas? No hay una sola respuesta: en cada caso importan los matices. Pero sí falta un marco de análisis en la conversación pública sobre IA y propiedad intelectual: La mayoría piensa la propiedad intelectual como un derecho natural de propiedad cuando en realidad es una subvención bien diseñada para reconocer una externalidad positiva.

El copyright no es sobre los “derechos”, sino sobre incentivos. La confusión es comprensible: el nombre engaña. Los derechos de propiedad existen porque los bienes materiales son rivales y excluibles: si yo uso unos zapatos o cultivo una hectárea, limito tu acceso.

Eso no aplica a las ideas: pueden difundirse a infinitas personas sin quitarle nada al autor original. No hay un derecho inherente a frenar la circulación de una idea como sí lo hay para impedir que te roben la cartera. Pero sí hay buenas razones para recompensar al creador cuando otros usan su obra: las ideas derraman valor.

Cuando alguien produce una idea valiosa o un contenido útil, lo que maximiza el bienestar social es difundirlo lo más rápido posible: copiar ideas cuesta casi cero y el beneficio agregado es grande. El problema: generar ideas valiosas sí cuesta (tiempo de investigación, equipo, costos fijos de producción).

Si cada idea nueva se difunde al instante y el creador apenas recibe recompensa, se invierte menos en producir ideas nuevas, porque el creador sabe que no tendrá muchos beneficios por invertir su esfuerzo en generar ideas nuevas.

Externalidad positiva de libro de texto. De ahí que tengamos interés en subvencionar la creación. Los gobiernos lo hacen de muchas formas: becas, premios, créditos, fondos. Todas tropiezan con el mismo escollo: la selección.

¿A qué ideas premiamos y a cuáles ignoramos? La propiedad intelectual es la trampa inteligente: una subvención que imita un derecho de propiedad para evitar el problema de selección.

Adam Smith lo explica con las patentes: El inventor de una máquina nueva goza del privilegio exclusivo de fabricarla y venderla por 14 año. Si el legislador diera recompensas en dinero, rara vez serían proporcionales al mérito; en cambio, si la invención es buena y útil para la humanidad, probablemente le hará ganar una fortuna; si no vale, no ganará nada.

En esencia: el copyright de una película que a nadie le gusta no vale nada; la patente de un invento que nadie usa tampoco. El tamaño de la subvención se ajusta solo al valor de mercado de lo protegido.

Así, imitando un derecho de propiedad, el Estado puede asignar recompensas enormes a los éxitos taquilleros y cero a los inventos chatarra sin “elegir ganadores”. ¿Cómo se paga esa subvención que imita propiedad?

Excluyendo a los demás del uso de la idea protegida salvo que el titular venda acceso. Eso recompensa al creador, sí, pero a cambio grava —con una especie de impuesto implícito— el valor que la idea habría generado si circula libremente.

Ganamos más ideas nuevas, pero menos difusión de cada una. Se complica otro punto: ideas con copyright o patentes suelen ser insumos para nuevas ideas.

Durante el Proyecto Genoma Humano, genes secuenciados por contratistas privados bajo protección de IP vieron 20–30% menos investigación y desarrollo posteriores que los genes en dominio público; y cuando, por azar, una patente cae con jueces más duros que suelen invalidarlas, hay 50% más citas de seguimiento que cuando cae con jueces indulgentes.

Es decir, subir la “subvención” elevando la protección puede tener efectos de segundo orden que frenan la creación y hasta superen el beneficio del incentivo. El punto, entonces, no es “derechos naturales” sobre ideas.

Es equilibrio: maximizar el bienestar escogiendo dónde colocar la perilla entre dar incentivos para crear lo nuevo y no cobrar peaje a la circulación de lo ya creado. Ese es, en el fondo, el propósito de la propiedad intelectual.

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