La situación de los escritores no ha cambiado mucho en los últimos años. Sigue siendo pésima. En el gremio, claro, abundan los reaccionarios: hablan de la precarización del mercado laboral, se quejan amargamente del mundo actual. Antes sí pagaban las colaboraciones, o antes sí las pagaban bien, o antes sí se podía sobrevivir de lo que uno hacía, variantes de un diagnóstico aburridísimo sobre lo mismo.

No les creo. Basta con echar ojo distraído a las biografías de Dostoievski, Dickens, Jack London, Jane Austen, Milton, Lautreamont y compañía para percatarse que el paraíso en que el escritor vive como directivo medio de Amazon por hacer lo que sabe hacer mejor simplemente nunca ha existido. Desde luego podemos hablar de los autores de sagas que sí venden, los que ostentan puestos de profesores de escritura creativa y los que viven de becas estatales. Siguen siendo la excepción, no el directivo medio con MBA de Amazon. Es luctuoso, por ejemplo, ver a un buen poeta (merecedor de varios premios prestigiosos) rogando para que se inscriban a su taller a través de su cuenta personal de Facebook. Si ese es él, ¿qué debemos esperar los demás poetas? ¿Alguien además de mi señora madre leerá mis versos?

En 1966 García Márquez se quejó en la prensa de que “el escritor se gana solamente el diez por ciento de lo que el comprador paga por el libro”. ¡El diez por ciento!, decía escandalizado el colombiano. ¿Qué diría hoy de que un escritor no gane un solo centavo por sus libros? Yo no gané un quinto por mi primer libro (del que ahora reniego un poco).

No gané un peso por el segundo.

Al tercero tuve que invertirle (porque mis editores no eran millonarios) y el cuarto es de distribución gratuita, así que la historia continúa.

La baja demanda es evidente. No es que muchos lean (lo que se dice leer) las columnas del periódico, pero entre esos, ¿cuántos leen a Loret de Mola y cuántos leían la columna de David Huerta? Vamos, no hay que quejarnos tanto, que seguimos teniendo un espacio; en un futuro no muy lejano la sección de opinión de nuestros diarios podría ser propiedad de exclusiva de los todólogos que reparten chismes tildándolos de periodismo.

El oficio de escritor, sentenció entonces Márquez, es un oficio suicida. Estoy en desacuerdo. Oficio suicida denota, primero, que el suicida es el oficio, y no el escritor. Después, apunta a que escribir lleva a la muerte autoinfligida, y, por último, que quien se embarca en la empresa conoce de antemano a lo que se mete, como el que ata una cuerda a una viga del techo, con un claro propósito.

Si alguien quiere suicidarse es el escritor, no las letras. (A la literatura no le importa su existencia.) Sentarse frente al monitor está mucho más anegado de tranquilidad que multitud de retiros espirituales, aun cuando la materia de la escritura sea de lo más escabroso. Hay escritores que se matan, sí, pero ninguno por escribir, y la historia da cuenta de miles que escribieron y conservaron la capacidad de dormir tranquilos. Si algo pueden hacerle a la mente del autor las letras es darle un paliativo que lo aleje -aunque sea momentáneamente- de hacerse daño. Paliativo no porque lo hagan sentir bien, sino porque ningún humano agonizante puede escribir, mucho menos un muerto. Escribir precisa salud física suficiente para teclear (o tomar la pluma, o dictar, si gozas de un ayudante). En cuanto a saber el contexto del oficio de escribir, sería equivalente afirmar que Daniel, mi amigo que empezó a subir canciones a YouTube porque sueña con ser el próximo Bad Bunny, conoce la situación del mercado musical. En sentido inverso, por supuesto, porque nadie empieza a escribir pensando en la fama y la cuenta bancaria de J. K. Rowling (eso espero).

El acto de escritura no comienza por aspiración, sino por imitación. Es un acto natural (para quienes lo realizan), y por eso se habla tanto de necesidad en las artes. No una necesidad divina alentada por Zeus; la necesidad del niño que escucha a sus padres hablar y quiere participar de la conversación, entonces imita. Escribir, pintar, esculpir, es, en primera instancia, un intento por dialogar, por entrar en una conversación con pares. Así que el oficio de escritor no es un oficio suicida, es un oficio inútil. Tan inútil como hablar, como cantar una canción de Bad Bunny, como enamorarse, tan inútil como vivir…

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