Unos días antes del reconocimiento oficial del primer caso de coronavirus en nuestro país, tuve un especial encuentro con un grupo de jóvenes de la Arquidiócesis Primada de México, con un formato diseñado principalmente para dialogar con ellos y escuchar sus preocupaciones y sugerencias.
Recuerdo, entre varios, el testimonio de Marilú Sánchez, quien se manifestó preocupada, pues en los momentos en los que a ella o a sus amigos les ganaba la tristeza, no tenían con quién acudir. “Queremos más apoyo de nuestros sacerdotes”, me dijo. Y no fue la única. Hubo quienes mencionaron sentirse rechazados, pues formaban parte de familias fracturadas, y consideraban que la Iglesia no los acogía como esperaban.
Me dio gusto verlos alegres, abrazándose, cantando, participativos, activos y llenos de energía, pero también pude distinguir su preocupación e incertidumbre.
Vivimos un cambio de época con una visible ruptura con los valores religiosos; en estos días, crear una nueva cultura en la transmisión de la fe se ha vuelto un desafío bastante complejo, y es urgente enfrentarlo.
En su anhelo por tener mayor libertad, la sociedad ha optado por caminos que a veces no son los mejores, como los de un individualismo egoísta y un libertinaje feroz, y los resultados son evidentes: el incremento en los índices de inseguridad, la violencia contra las mujeres y la corrupción que en nuestro país se encuentra arraigada como una expresión cultural, solo por mencionar algunos de nuestros vicios sociales.
Las inquietudes que me externaron aquellos jóvenes son las mismas de muchos otros, y aunque los jóvenes con los que dialogué, en su mayoría pertenecían a un apostolado, lo cierto es que hay miles más que se encuentran vulnerables ante el acecho del crimen, las drogas o la violencia en todas sus expresiones.
Es cierto que enfrentamos una caída en el número de católicos en México, y particularmente un sorpresivo crecimiento de quienes se consideran no creyentes, pero ante ello, más que preocuparnos, debemos refrendar nuestro compromiso con Cristo y ser ejemplos en el servicio a los demás, principalmente con los más necesitados.
La tarea de la Iglesia no será a través del autoritarismo, ni de la imposición de la fe, ni de presupuestos morales, pues eso normalmente genera aversión hacia el servicio de la Iglesia; la tarea de la Iglesia tiene que ser con el amor y la ternura de Dios, de la que habla el Papa Francisco. Ante esta nueva época, estamos llamados a realizar una nueva evangelización, nueva en su ardor, nueva en sus métodos y nueva en su expresión.
En su ardor, si hacemos de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión, si sabemos reconocer a Dios presente en nuestros hermanos, principalmente en los más necesitados.
En su método, a partir de la sinodalidad: escuchando a todos, interpretando la realidad y discerniendo lo que Dios quiere de su Iglesia, para que al final, con ayuda del Espíritu Santo, tomemos las mejores decisiones.
En su expresión, siendo una Iglesia en salida, en misión permanente. Hoy estamos llamados a evangelizar en los ambientes donde se encuentran quienes nos necesitan, y para ello requerimos de la ayuda de los laicos y de cada uno de los integrantes de las diversas estructuras pastorales.
A tres años de recibir la responsabilidad como Arzobispo de la Arquidiócesis de México, aprovecho este espacio para manifestar que en mis oraciones están presentes mis hermanos sacerdotes y miembros de la vida consagrada y todos los fieles, especialmente los enfermos o quienes han fallecido a causa del Covid-19. Ellos son la motivación para este tiempo de renovación en nuestra experiencia de fe. Y finalmente les expreso mi percepción de que la pandemia es una oportunidad de crecer en la fe, afrontándola con la confianza de la ayuda divina que Dios ha prometido a su Pueblo.