En su célebre ensayo El sistema político mexicano, publicado en 1972, Daniel Cosío Villegas caracterizó a México como una “monarquía absoluta, sexenal y hereditaria por línea transversal”. La Constitución escrita hablaba de una “República representativa, democrática y federal” en la que el gobierno de la Federación se dividía en los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Sin embargo, la Constitución no escrita, la que se observaba en la práctica, mostraba otra cosa: una total concentración del poder en el Presidente de República.

La única restricción al titular del Ejecutivo, observada de forma regular por décadas, era temporal. El sano prejuicio contra la reelección presidencial, profundamente arraigado en la cultura política mexicana, impedía al Presidente permanecer en el poder más de seis años. A cambio, había adquirido la prerrogativa de nombrar a su sucesor, una práctica política conocida popularmente como “dedazo”. El propio Cosío Villegas la documentó, junto con el ritual del “tapadismo”, que los políticos mexicanos de la época seguían escondiendo sus ambiciones, en otro espléndido ensayo titulado La sucesión presidencial (1975).

La transición a la democracia buscó dejar atrás el viejo régimen del absolutismo presidencial; volver una realidad la separación de poderes, activar el sistema constitucional de frenos y contrapesos, así como darle vida al federalismo. Para ello, había que demoler la piedra angular en la que descansaba el viejo pero resistente edificio: la hegemonía política del PRI. Mediante sucesivas reformas, el régimen se abrió a la competencia electoral. Los partidos de oposición se convirtieron en verdaderas alternativas, capaces de diputarle el poder en las urnas al oficialismo.

Antes de que la Presidencia de la República viera esfumarse el poder de nombrar a su sucesor, el crecimiento de los partidos de oposición había dado al traste con su control sobre el Congreso. En 1997, el PRI perdió por primera vez la mayoría en la Cámara de Diputados y con ello inició un largo periodo de “gobiernos divididos”, en los que el Presidente tenía que ponerse de acuerdo con la oposición para conseguir cambios legislativos, incluyendo la aprobación del presupuesto. Durante este tiempo, el Congreso dejó ser la “cámara de resonancia” del Presidente de la República que denunció Cosío Villegas en sus ensayos, y se convirtió en un contrapeso independiente al poder Ejecutivo. La transición a la democracia parecía haber puesto fin al absolutismo presidencial.

La llegada de López Obrador a la Presidencia modificó el equilibrio de poderes que marcó la relación Ejecutivo-Legislativo desde 1997. En parte por el abultado triunfo en las urnas, en parte por los trucos para eludir el tope constitucional a la sobrerrepresentación del partido mayoritario y en parte por la descomposición de los partidos opositores, López Obrador logró construir grandes coaliciones en el Congreso encabezadas por Morena, su partido político. En la Cámara de Diputados tienen la mayoría calificada para modificar la Constitución y el Senado están a solo unos cuantos votos.

López Obrador ha dicho que el triunfo de su denominada Cuarta Transformación no sólo significaba la alternancia de partido en el gobierno, sino un “cambio de régimen”. Muchos se preguntaban el significado de su planteamiento. A un año y medio del inicio de su gobierno, en medio de la emergencia sanitaria y la crisis económica generada por la pandemia de la Covid-19, lo podemos ver en los hechos. El cambio de régimen quiere decir la reconcentración del poder político en el titular del E2jecutivo federal y el restablecimiento del absolutismo presidencial.

Los correctivos institucionales establecidos en la Constitución contra los excesos del poder presidencial brillan por su ausencia. Las cámaras del Congreso se han concedido un receso indefinido, aunque sería igual si sesionaran. Han regresado a su viejo papel de cajas de resonancia del poder Ejecutivo. La Suprema Corte de Justicia de la Nación ha renunciado en los hechos a ejercer su autoridad como órgano de control constitucional, temerosa del asedio del Presidente de la República y de su mayoría en el Congreso.

¿Qué tan lejos avanzará la restauración del absolutismo presidencial? Resulta difícil saberlo. Una de sus principales debilidades es la incapacidad para generar crecimiento económico sostenido. La inversión privada, la principal generadora de riqueza y prosperidad, requiere confianza. ¿Pero cómo confiar en un país en el que se puede abusar del poder con tanta facilidad?

Al final del día, el proyecto de cambio de régimen del Presidente López Obrador dependerá de la gente. Parece difícil que al México moderno, abierto y globalizado del siglo XXI le acomode la política de un solo hombre. En las elecciones intermedias del 2021 el pueblo tendrá la oportunidad de pronunciarse al respecto.

Doctor en política por la Universidad de Oxford

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