El 2020 será un año de cambios en el INE. Cuatro de los once consejeros electorales concluyen su encargo el próximo 3 de abril. La Cámara de Diputados del Congreso de la Unión deberá emitir la convocatoria pública para la elección de los nuevos consejeros electorales esta semana. De acuerdo con la Constitución, una vez nombrados durarán en su encargo nueve años. A ellos les corresponderá organizar dos elecciones presidenciales en 2024 y 2030, así como las intermedias de 2021 y 2027.

Los cambios, desde luego, conllevan oportunidades. Los diputados tendrán que aprovecharlas para mover decididamente la integración del Consejo General hacia la paridad de género. Actualmente, el número de mujeres en el máximo órgano de dirección del INE asciende a cuatro. La regla de paridad exige que se eleve al menos a cinco. Ello significa que la convocatoria que emita la Cámara de Diputados deberá especificar que un mínimo de dos nombramientos recaigan entre mujeres.

Pero los cambios también implican riesgos, que a la luz de la experiencia en el pasado se han tratado de acotar con soluciones constitucionales. El primero y más preocupante es el peligro del faccionalismo. Se materializa cuando una mayoría en la Cámara de Diputados impone mediante decisiones unilaterales perfiles que despiertan la desconfianza de la oposición. Para reducir el riesgo del faccionalismo, la Carta Magna obliga a los diputados a elegir a los consejeros electorales del INE por mayorías calificadas de dos terceras partes de sus integrantes.

En el pasado la cláusula supramayoritaria indujo a que la elección de los consejeros electorales fuera resultado de un acuerdo entre las tres principales fuerzas políticas representadas en la Cámara de Diputados: PRI, PAN y PRD. Cuando este consenso falló, como en la renovación de 2003, el entonces IFE (hoy INE) sufrió las consecuencias. No obstante que PRI, PAN y sus aliados lograron reunir las dos terceras partes de los diputados, el voto en contra del PRD tiñó de desconfianza a la nueva integración del Consejo General. Por ello, en renovaciones subsecuentes, se reestableció el acuerdo tripartidista como el eje articulador del consenso político que le ha dado fortaleza a la autoridad electoral.

Las elecciones de 2018, sin embargo, echaron para abajo el equilibrio político tripartidista que había prevalecido en México desde la transición a la democracia. Irrumpió en el escenario una nueva fuerza política, Morena, que junto con sus aliados en la Cámara de Diputados ha mostrado tener la capacidad de armar mayorías calificadas sin tomar en cuenta a la oposición.

Desde luego, la imposición unilateral de perfiles por parte de la coalición gobernante puede debilitar al INE y generar las condiciones para el regreso de los conflictos postelectorales. Sin embargo, tampoco está claro cuál debe ser la composición partidaria de ese consenso mínimo que se necesita para mantener la credibilidad de las instituciones electorales. Podemos estar seguros de que entre más amplio sea, mejor.

El segundo riesgo importante es el de la parálisis. Consiste en la falta de acuerdo en la Cámara de Diputados para elegir a los consejeros electorales. Se ha materializado dos veces en el pasado, en 2010 y 2013. Por ello, en 2014 se introdujo un mecanismo de reconducción, basado en la elección por sorteo de los consejeros a cargo de la Suprema Corte de Justicia, a partir de las quintetas propuestas por el Comité de Evaluación.

Finalmente está el riesgo de la pérdida de experiencia institucional en el Consejo General del INE, que se ha logrado contener con la renovación escalonada de sus integrantes. Esta medida, introducida con la reforma de 2008, se ha convertido en una de las principales garantías de continuidad en el trabajo de la institución. En suma, una transición exitosa en el INE requerirá de una delicada operación política en la Cámara de Diputados para construir acuerdos con la oposición.

Consejero Electoral del INE

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