Durante décadas, el expresidente Andrés Manuel López Obrador caminó —a veces solo, a veces rodeado de miles— convencido de que la transformación del país se ganaba en la calle. Fue el hombre del plantón, el dirigente que convirtió la protesta en su forma de vida y en su única herramienta política. El “Quijote tropical” —en lugar de ver gigantes donde había solo molinos de viento— veía fraudes donde en realidad había derrotas, veía agravios donde había un proceso institucional, y entonces decidía marchar. Marchaba siempre.

Por eso es hasta risible —si no fuera preocupante—, que hoy, desde el poder, se critiquen, ridiculicen o descalifiquen las manifestaciones. Que se acuse de derechistas, enemigos, infiltrados, desestabilizadores o conspiradores de ultraderecha a quienes hacen exactamente lo que López Obrador hizo durante treinta años: ocupar plazas, cerrar calles, forcejear con la policía y gritar su desacuerdo. En la narrativa ya no hay molinos; ahora todos los que disienten son enemigos reales, peligrosos, indignos de la calle —que él consideraba suya— que además son perseguidos o, en el peor de los casos, detenidos y acusados de tentativa de homicidio sin pruebas fidedignas.

En 1991 fue López Obrador quien encabezó el Éxodo por la Democracia, caminando alrededor de mil kilómetros desde Tabasco hasta la Ciudad de México para protestar por un presunto fraude electoral.

En 1995 y 1996 fue López Obrador quien organizó bloqueos a pozos y terminales de Pemex para presionar al gobierno federal mediante la parálisis petrolera. Lideró plantones, tomas de carreteras y marchas masivas en Tabasco durante años, acusando al priismo de robarle elecciones una y otra vez.

En 2005 fue López Obrador quien protagonizó la Marcha del Silencio en el entonces Distrito Federal cuando el desafuero amenazaba su candidatura presidencial.

En 2006 fue López Obrador quien, tras las elecciones presidenciales de ese año, encabezó el plantón que sepultó el Paseo de la Reforma bajo lonas, casas de campaña y discursos interminables durante más de 45 días.

En 2013 y 2014 fue López Obrador quien participó —directa o indirectamente— en protestas, bloqueos y disturbios contra la reforma energética del presidente Enrique Peña Nieto.

En 2022, fue López Obrador quien, ya como presidente, llamó a marchar y concentrarse en el Zócalo capitalino el 27 de noviembre para demostrar fuerza y músculo político “por los cuatro años de la Transformación”.

La calle fue siempre su espada, la protesta su Rocinante, la marcha su terreno natural. Con ellas comenzó a sembrar una identidad, una narrativa de lucha y una carrera política que dio como fruto la Presidencia de la República.

Hoy —insisto— se ve cualquier protesta ajena al poder como traición, como amenaza directa. No se reconoce en el otro lo que el lopezobradorismo fue durante toda su vida. Y así, como aquel caballero andante que confundía molinos con monstruos, López Obrador —junto con sus sucesores— desprecia y arremete contra quienes marchan, sin ver que en cada paso, en cada cartel, en cada grito, también va parte de su propia historia.

La democracia también se defiende con ciudadanos en movimiento. Lo mismo en 1991 que en 2025. Y nadie lo sabe mejor que él: el hombre de la marcha.

@azucenau

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