Hubo un tiempo en México en que las elecciones eran un simulacro. El PRI gobernaba con la comodidad de un sistema hecho a su medida; un aparato donde los votos eran manipulables, las urnas “embarazadas” y los resultados decididos de antemano por el “dedazo” presidencial.

De ese periodo oscuro quedó una jerga electoral bien conocida por todos en aquel entonces: mapaches electorales, acarreados, carruseles, ratones locos. Y no hay que olvidar la famosa caída del sistema la noche del seis de julio de 1988, cuando Manuel Bartlett era el priista encargado de operar el fraude —sí, el mismo Bartlett reconvertido hoy en un “político respetable”, gracias a Morena—.

Hoy, décadas después de la transición democrática, ese pasado parece volver. Y aunque el lenguaje y los métodos han cambiado, el intento por controlar las instituciones desde el poder evoca una potente reminiscencia de aquello que hoy nos damos cuenta no ha desaparecido.

La orden inapelable de Andrés Manuel López Obrador de elegir por voto popular a jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte se presentó —y hoy se materializa— como un acto de justicia democrática, cuando en realidad huele al más puro actuar del viejo régimen: sustituir la independencia judicial por lealtad política. Ya no mediante fraudes con “tacos de boletas”, sino con campañas mediáticas, clientelismo y manipulación.

Si antes se intercambiaban votos por frijol con gorgojo, hoy se intercambia justicia por popularidad. El nuevo “acarreo” ya no se limita a los camiones llenos y a las tortas con refresco, sino que se complementa con narrativas diseñadas para polarizar, desacreditar al árbitro y debilitar los contrapesos. Si antes el dedazo elegía al Presidente, ahora se busca que el pueblo —movilizado por propaganda y programas sociales— elija a quien deberá juzgar con “imparcialidad” a ese mismo poder. Convertir el voto en una herramienta para someter la justicia a la voluntad de una mayoría coyuntural.

Lo verdaderamente democrático no es que el pueblo elija siempre, sino que existan instituciones que lo protejan incluso de sí mismo, cuando el poder amenaza con devorarlo todo. Porque la historia ya nos enseñó algo: la democracia sin división de poderes no es democracia, es un teatro. Y en México, los teatros electorales siempre terminan en lo mismo: con un telón de impunidad.

Glosario para el 1° de junio:

- “Ratón loco”: Se cambiaba a los votantes de una casilla a otra para confundirlos o evitar que votaran.

- “Carrusel”: Una misma persona votaba varias veces con diferentes credenciales prestadas o falsas.

- “Taco” o “taco de votos”: Fajo de boletas ya marcadas que se introducían de golpe en la urna.

- “Operación tamal”: Compra de votos ofreciendo comida o despensas.

- “Mapache electoral”: Persona encargada de operar el fraude.

- “Acarreados”: Personas transportadas (muchas veces obligadas o incentivadas con comida o dinero) para asistir a mítines o votar por determinado partido.

- “Inflar el padrón”: Incluir a personas fallecidas, inexistentes o duplicadas en la lista de electores.

- “Embarazo de urnas”: Rellenar las urnas con boletas antes del inicio oficial de la votación.

- “Voto corporativo”: Control del voto de gremios enteros (como sindicatos, campesinos u obreros)

- “Compra de voto” o “voto por frijol con gorgojo”: Referencia a la práctica de intercambiar necesidades básicas por sufragios. “Frijol con gorgojo” se volvió una frase emblemática que usaba el presidente López Obrador para criticar esas prácticas.

@azucenau

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