Adolf Hitler fue nombrado canciller de Alemania el 30 de enero de 1933. Sin perder tiempo alguno, los dirigentes nazis desarrollaron una actividad frenética para consolidar el poder. El 4 de febrero, un decreto para la protección del pueblo alemán restringió los derechos de la prensa y autorizó a la policía prohibir reuniones y manifestaciones. En los días posteriores, presionaron al presidente Hindenburg para que convocara elecciones anticipadas. Ya en plena campaña electoral, plagada de irregularidades y coacciones, la sede del parlamento, el Reichstag, fue destruida por las llamas la noche del 27 de febrero. Hitler, Goering y Goebbels no esperaron a las primeras indagaciones. Esa misma noche, delante del calcinado Reichstag, culparon a los comunistas. Más allá de si el izquierdista neerlandés Marinus van der Lubbe fue el autor en solitario o fue manipulado por los nazis para incendiar el parlamento alemán, el atentado fue el pretexto para suprimir derechos constitucionales, iniciar la persecución de miles de opositores e imponer un régimen totalitario. Un día más tarde, consiguieron que Hindenburg rubricara el decreto para la Protección del Pueblo y del Estado, que suspendía los derechos de reunión, la libertad de expresión y de prensa y otras garantías constitucionales. La democracia de la República de Weimar no sobrevivió ni un mes al nombramiento de Hitler como canciller y al nacimiento del régimen totalitario nazi.
No pretendo sugerir aquí que Donald Trump sea Hitler ni que Estados Unidos hoy es la Alemania de entre-guerras. Pero que la democracia estadounidense encara en la actual coyuntura la intentona por parte de Trump para replicar un nuevo episodio de “fuego en el Reichstag” es inescapable. Y me refiero particularmente a tres eventos en los últimos diez días que han encendido focos rojos parpadeantes. El primer aviso vino con su ignominiosa entrevista de hace dos domingos con Fox News en la cual afirmó, a pregunta expresa de Chris Wallace, que no sabía si aceptaría los resultados de la elección y que todas las encuestas, incluida la de Fox -que le son desfavorables- son “fake news”. El segundo foco rojo no se ha apagado desde la ópera bufa del desalojo de la Plaza Lafayette en Washington en los días posteriores al asesinato de George Floyd y a las convulsiones sociales que detonó este nuevo incidente de brutalidad policiaca contra afroamericanos. El despliegue de agentes federales (particularmente de ICE y la Patrulla Fronteriza) en Portland y otras ciudades donde no han amainado las protestas, es el capitulo más reciente del teatro autoritario de Trump en el cual quiere poner en escena imágenes de disturbios en ciudades gobernadas por Demócratas y alimentar su narrativa de “nosotros vs ellos”, de polarización y descontrol social, y de suburbios -de blancos, claro está- (que son clave si pretende reelegirse) amenazados por hordas de manifestantes urbanos de color que solo él puede defender. Y el tercer foco se prendió la semana pasada con un tuit del presidente sugiriendo -ante la posibilidad de que más estados opten por el uso del voto por correo postal para mitigar el impacto del COVID- aplazar la elección presidencial porque, según él, esa modalidad de voto abonará a un fraude electoral.
Todo este caos, cilindrado por la Casa Blanca, es táctico y mete de lleno a EEUU al mundo del performance autoritario, un prototipo que ha existido en otras latitudes pero que apenas ahora yergue la cabeza en una de las democracias más emblemáticas del mundo. En muchos sentidos las acciones de Trump en este año de disrupción profunda han sido la crónica de un tuit anunciado.
Habrá quienes insistan que todo esto de nuevo configura el juego de espejos y humo al cual es tan adepto Trump. No les falta razón. De entrada, es un hecho que el presidente no tiene atribuciones constitucionales o legales para aplazar una elección general. Y el que el tuit en cuestión se diese el mismo día en el que se divulgaba la peor caída del PIB estadounidense en décadas abona a esa lectura. Pero el tuit es más que un mero distractor. Trump ha pasado toda su gestión polarizando al país y socavando a la democracia estadounidense, alegando que las elecciones -tanto la del 2016 que perdió por más de 3 millones de votos populares como la intermedia de 2018, en la que perdió
el control de la Cámara de Representantes y muchas gubernaturas- son fraudulentas, atacando a los medios de comunicación y minando la credibilidad de las instituciones y procesos democráticos. Y el COVID y la economía le están pasando un factura onerosa en las encuestas a Trump. Cuando este presidente dice, no obstante del deslinde de este fin de semana por parte del jefe de gabinete de la Casa Blanca, que está considerando retrasar las elecciones, los estadounidenses -y el resto del mundo- deberían dejar de hacerse el tonto y prestar atención.
Trump no podrá detener unos comicios pero bien podría socavar la democracia. Simplemente flotando la posibilidad de posponer una elección presidencial, una idea hasta ahora anatema en Estados Unidos y que evoca a países autoritarios con Estados de derecho frágil, podría erosionar el ingrediente más importante en una democracia: la convicción de la mayoría de que el resultado de una elección, independientemente de sus defectos manifiestos, será fundamentalmente legal. Cualquier sistema constitucional se mantiene unido por un salto de fe. Lo que está haciendo el presidente es sembrar desconfianza sobre la legitimidad del mero hecho de llevar a cabo una elección. Y el caos en Portland y las declaraciones y tuits del presidente podrían ser la primera escaramuza en una colisión por venir aún más incendiaria.
En las postrimerías de la elección de 2016, le recalqué a muchos amigos, tanto Demócratas como Republicanos, que los estadounidenses habían olvidado las lecciones que nos deja la historia del siglo XX con respecto a lo que ocurre cuando una democracia elige a demagogos chovinistas y xenófobos. Hoy, con una elección que se le está escapando de las manos a Trump, lo que ocurra en el camino a los comicios en Estados Unidos -y durante y posteriormente a la jornada electoral- tendrá repercusiones no solo para ese país, sino para la democracia liberal en el resto del mundo. De aquí a noviembre, todos, sin excusas, tenemos que hacer lo que nos toca para garantizar la derrota de Trump -y la de sus sicofantes y facilitadores- en las urnas.