A pesar de que es patente lo poco que interesa y preocupa a los mexicanos el tema de la migración (gran paradoja cuando somos una nación expulsora, con más de 11 millones de mexicanos -5 millones de ellos indocumentados- en lo que constituye la diáspora más grande que hay hoy en Estados Unidos), datos duros y acciones de política pública mexicana debieran encender todas las alarmas en México. Más de medio millón (520 mil, para ser precisos) de migrantes y refugiados cruzaron en 2023 el Tapón de Darién entre Colombia y Panamá, camino a la frontera entre México y EE.UU. A eso hay que agregarle los que llegan directo a suelo mexicano o desde países centroamericanos, más el incremento notorio de connacionales buscando cruzar sin papeles registrado a partir de 2020 (cortesía de las políticas thatcheristas de López Obrador de cero recursos para mitigar los efectos sociales y económicos de la pandemia y la espiral de violencia en el país); en 2023, el mayor número de migrantes indocumentados detenidos en la frontera estadounidense fue de mexicanos, después de más de década y media de caída en ese flujo.
Es una crisis inédita, profunda y sistémica con detonadores distintos (los efectos del cambio climático en el campo, la incapacidad de proveer empleos, la inseguridad, el papel del crimen organizado en el contrabando y tráfico de personas, la erosión democrática y la presencia de tres regímenes autoritarios en la región) y que como he subrayado antes en este espacio, será narrativa y piñata central de la campaña presidencial en EE.UU. Esto quedó demostrado nuevamente tanto con la delegación de 60 legisladores Republicanos que acompañaron a principios de año al nuevo presidente de la Cámara de Representantes a la frontera con México (Mike Johnson se refirió a la frontera con nuestro país como una “cloaca abierta”), como con la diatriba mañanera más reciente de Trump el viernes pasado cuando sugirió que la única guerra en la cual debería estar involucrado EE.UU en el mundo es “una guerra en la frontera sur”.
Y el problema se agrava porque a lo endiabladamente complejo que de por sí es el tema, hay que agregarle un proceso dual de chantaje diplomático y político-electoral en curso desde Palacio Nacional. El primero tiene que ver precisamente con tres de los regímenes responsables de buena parte de los flujos regionales de migrantes y refugiados a lo largo del último año y medio: Cuba, Venezuela y Nicaragua. Durante 2023, casi 250,000 cubanos, más del 2 por ciento de los 11 millones de habitantes de la isla, han buscado emigrar a EE.UU, la mayoría de ellos vía territorio mexicano; vaya karma para un presidente mexicano que persiste en arropar a esos tres regímenes y hacerse de la vista gorda con el autoritarismo en estas tres naciones. Incluso para una nación conocida por su éxodo masivo, la oleada actual es notable: mayor que el éxodo de Mariel de 1980 y la crisis de los balseros de 1994 combinados, hasta hace poco los dos mayores eventos migratorios de la isla. Cuba tiene una larga historia de utilizar la migración como mecanismo de despresurización política para deshacerse de los indeseados u opositores al régimen y es muy factible que el régimen en La Habana esté recurriendo a la misma táctica de válvula de escape en momentos de represión continua de opositores y de una crisis económica profunda. Es el mismo caso con la debacle venezolana, y es plausible también que Maduro usa uno de los flujos más grandes de migrantes y refugiados en el mundo hoy por hoy -más de 7 millones de venezolanos- para aliviar presiones sociales y políticas internas. Los migrantes venezolanos, cubanos y nicaragüenses representaron más de un tercio de los detenidos a lo largo de la frontera con EE.UU el mes pasado, según datos de detención de Aduanas y Protección Fronteriza estadounidense, un aumento del
175 por ciento con respecto a agosto de 2021. Amén de las circunstancias económicas y de autoritarismo, represión y violación sistémicas de derechos humanos tan críticas, una hipótesis ‘sospechosista’ podría argumentar que los regímenes de estos tres países -todos aliados rusos- de paso abonan convenientemente -con los elevados números de migrantes y potenciales refugiados- a las presiones migratorias que enfrenta EE.UU y el alcahueteo electoral Republicano del tema. Es el manual básico de operaciones ruso ante un país al que buscan dividir y polarizar y frente a un presidente -Biden- al que buscan debilitar. Sería una extensión y jugada lógicas en seguimiento a la ofensiva híbrida que vimos desde Moscú en 2016 y 2020 en los comicios estadounidenses.
Por ello, es de llamar la atención que la semana pasada, en seguimiento a la presión de Washington para que México reiniciase lo acordado en octubre con el gabinete estadounidense y ratificado en noviembre en la reunión Biden-López Obrador al margen de la Cumbre APEC en San Francisco con respecto a los vuelos de deportación de venezolanos de suelo mexicano a Caracas y suspendidas por el INM el 6 de diciembre dizque “por falta de recursos”, el mandatario mexicano aventase un guante a la mesa. En su mañanera hizo un llamado a que EE.UU apruebe un plan que destine 20 mil millones de dólares para apoyar a naciones de la región, suspenda el “bloqueo” a Cuba, remueva todas las sanciones a Venezuela y le otorgue el derecho a millones de hispanos que viven sin papeles en EE.UU a quedarse y trabajar legalmente (qué más da si tanto con respecto al embargo como a la legalización del estatus migratorio de indocumentados en EE.UU esa no es atribución del Ejecutivo sino del Legislativo estadounidense!).
Lo cual nos lleva al segundo frente de chantaje. Es patente que López Obrador está jugando a abrir y cerrar la llave de los flujos migratorios a través de territorio mexicano a la frontera con EE.UU. Esta vez lo demostró precisamente ese anuncio del INM suspendiendo la repatriación de venezolanos y lo que llanamente no es más que el acarreo federal de migrantes en camiones al municipio de Juárez en Chihuahua. Y es que el presidente mexicano sabe el palanqueo que tiene frente a Biden en virtud del papel central que la migración juega -y jugará- en las elecciones presidenciales estadounidenses. Por ello, López Obrador está buscando elevarle la factura diplomática a Biden y obtener réditos políticos y electorales a cambio de la cooperación mexicana en este frente, con el objeto de garantizar que camino al 2 de junio, la administración estadounidense no se pronuncie con respecto a la elección de Estado en curso hoy en México y a unas elecciones que si bien podrán ser libres, no serán justas. Incluso, dada la simpatía de López Obrador por Trump y su encono y resentimiento hacia los Demócratas (producto de su derrota electoral en 2006), no sería descabellado suponer que incluso está jugando (a pesar de estar metiéndole un gol a los intereses de México y a la agenda bilateral con EE.UU, sobre todo ante el escenario de una victoria Republicana en noviembre) con los flujos migratorios para ayudar electoralmente al ex presidente.
Por todo lo anterior, en el debate de propuestas y de políticas públicas cara a la elección en junio, éste debiera ser uno de los temas esenciales: a) por la completa ausencia de un paradigma de política migratoria integral mexicana y la evisceración presupuestal y burocrática del INM y la Comar bajo el actual gobierno; b) por cómo impacta social y presupuestalmente a México (y sobre todo a municipios y estados fronterizos) y en términos de seguridad pública, nacional y norteamericana; y c) por el papel que juega este tema en la relación bilateral con EE.UU y por cómo nos erosiona la reputación y credibilidad internacionales en medios y con organismos multilaterales de Naciones
Unidas y con ONG. Lamentablemente, no parece ser tema prioritario, ni para la contienda presidencial, ni en la formulación de propuestas de campaña, ni para la opinión pública cara a lo que vendrá en 2024. Pocos temas impactarán nuestro bienestar y nuestra prosperidad, seguridad, reputación, intereses ante el exterior y posición en el tablero internacional como éste.