Durante tres décadas, el libre comercio en Norteamérica permitió que un auto fuera ensamblado en México, armado con piezas de Canadá y vendido en Estados Unidos sin mayor fricción. Esa red de eficiencia compartida se encuentra más que nunca bajo presión. Los aranceles estadounidenses a vehículos y autopartes provenientes de México y Canadá están alterando los cimientos de una industria que funcionaba como un solo sistema desde finales de los noventa.

De acuerdo con un estudio del Anderson Economic Group (AEG), solo en julio de 2025 las automotrices norteamericanas pagaron mil 389 millones de dólares en aranceles, con un impacto estimado acumulado en 2025 que superaría los 10 mil 600 millones de dólares. Se trata de un costo que ni las empresas en la cadena de valor ni los consumidores finales pueden ignorar y que alguien terminará accediendo.

Las tres grandes de Detroit —General Motors, Ford y Stellantis— son las más afectadas. En sus estados financieros ya aparecen líneas específicas por “costos arancelarios”. General Motors, por ejemplo, reportó impacto por aranceles por más de mil millones de dólares en el tercer trimestre y ajustó su estimación de impacto total para el cierre de año en 4 mil millones de dólares. Aunque recibió alivios regulatorios parciales, la compañía advierte que el nuevo régimen presiona sus márgenes y podría retrasar inversiones en vehículos eléctricos. Ford, por su parte, que produce en Hermosillo modelos como la Maverick y la Bronco Sport, reconoció un impacto neto de 800 millones de dólares en el segundo trimestre de 2025. La firma aplicó aumentos selectivos de precios y recortes de incentivos en Norteamérica, mientras busca reducir su exposición logística con proveedores regionales. Stellantis, por otro lado, con presencia productiva en Toluca y Saltillo, cuantificó su impacto en más de mil 730 millones de dólares y lanzó un plan de 13 mil millones de dólares en los siguientes cuatro años para ampliar su capacidad en Illinois, Ohio e Indiana. Parte de su estrategia incluye relocalizar la producción de ciertos Jeep y Ram hacia plantas estadounidenses.

Los consumidores en Estados Unidos ya sienten la consecuencia. Según Kelley Blue Book, el precio promedio de un vehículo nuevo se situó en 50 mil 80 dólares, un máximo histórico, mientras que distintos analistas estiman que los aranceles podrían estar añadiendo hasta 3 mil dólares por unidad, especialmente en SUV y pick-ups con origen mexicano. Las marcas intentan absorber parte del golpe para no frenar las ventas, pero la tendencia es clara: los autos serán más caros y los descuentos, más limitados.

En México, el golpe podría tener un impacto estructural. El país produce cerca de 18% de los vehículos vendidos en Estados Unidos, y sus plantas operan bajo una lógica de integración total. Las fábricas de GM en Ramos Arizpe, Ford en Hermosillo y Stellantis en Toluca dependen de autopartes que cruzan varias veces la frontera. Con los nuevos aranceles, cada tránsito implica un costo adicional. Algunas empresas proveedoras ya han pausado líneas de producción o renegociado contratos, y el empleo industrial enfrenta incertidumbre en regiones como Coahuila, Guanajuato y Estado de México.

Distintos expertos advierten que los márgenes de exportación podrían reducirse significativamente, y que los flujos de inversión podrían desviarse si no se logran mayores niveles de contenido regional. Pero este gran reto puede ser también una oportunidad. Si México acelera la integración de su proveeduría local, desarrolla tecnología propia y mejora su infraestructura logística, puede consolidarse como socio indispensable de una nueva etapa de regionalización. La reindustrialización estadounidense necesita de México tanto como México necesita mantener su acceso preferencial al mayor mercado automotor del mundo.

Los aranceles quizá sean, más que un impuesto, una reconfiguración total del sector en Norteamérica. Estados Unidos busca repatriar manufactura; las automotrices ajustan su mapa productivo; y México se ve obligado a redefinir su papel en la cadena de valor. El resultado inmediato son precios más altos y fábricas bajo presión, pero el desenlace a largo plazo dependerá de quién logre adaptarse más rápido a la nueva lógica del “hecho en Norteamérica”.

* Profesor de Dirección de Operaciones de IPADE Business School

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