Al inicio de la década de los sesenta, los productores de pollo de los Estados Unidos llevaban varios años de ventaja, desde el punto de vista tecnológico, a sus competidores europeos. Mientras los primeros habían desarrollado nuevos métodos industriales para producir pollo en escala y a precios bajos, los avicultores europeos, aun recuperándose de la segunda guerra mundial, apenas podían competir contra los primeros. Ante tal escenario, los gobiernos franceses y alemanes decidieron poner aranceles al pollo americano.
Como represalia, el gobierno del presidente Lyndon B. Johnson de los Estados Unidos contestó levantando un arancel de 25% a la fécula de papa, brandy y otros productos, incluyendo camionetas ligeras. Este arancel, conocido como el impuesto del pollo, continúa hasta nuestros días y se ha extendido hacia otro tipo de vehículos, particularmente aquellos provenientes de China.
El impuesto del pollo, de alguna manera, ha protegido durante décadas a la industria automotriz norteamericana y, en particular, al rentable negocio de los pick-ups. Y, aunque los competidores no americanos han encontrado la forma de darle la vuelta a este arancel, estableciendo plantas de producción en los Estados Unidos, en las últimas semanas se escuchan voces que invitan a pensar en un potencial endurecimiento de este impuesto.
A diferencia de hace sesenta años, un nuevo orden mundial en la industria automotriz se ha dibujado con China como uno de los protagonistas. China es, por mucho, el mayor mercado automotriz del mundo y, no solo eso, los fabricantes chinos dominan prácticamente, de punta a punta, la cadena de valor de la producción de automóviles eléctricos. Las grandes marcas chinas como BYD, Geely o Chery, que hasta hace algunos años habían empezado a mantener una posición dominante en el mercado doméstico, ahora buscan, con una estrategia de expansión agresiva, llegar hacia otros rincones del planeta, apostando por los mercados europeos y muy probablemente el americano.
En los últimos meses, la preocupación ha venido creciendo, tanto entre marcas tradicionales como gobiernos. La comisión europea, por ejemplo, ha iniciado investigaciones para averiguar si los fabricantes chinos reciben ayudas de su gobierno. Trump, por su parte, ha declarado que, de llegar nuevamente a la presidencia, pondría también límites a una potencial llegada de marcas chinas al país. Aún más, el gobierno de Biden impuso un arancel de 100% a la importación de vehículos eléctricos chinos, y en menores porcentajes a paneles solares, acero y otros productos de fabricación china.
Las medidas podrían tener consecuencias significativas y hay dentro de la industria voces que se oponen a ellas. El CEO de Stellantis, Carlos Tavares, declaró hace algunos días: “No pido ningún tipo especial de protección, porque, de cualquier manera, somos una empresa global, no estaremos protegidos en todos lados”. La medida también podría tener impactos serios en fabricantes de autopartes, sobre todo aquellos que son globales, con plantas en China. Si el país oriental decide responder con aranceles similares, la continuidad del negocio en aquella región podría peligrar.
La realidad es que con una nueva versión del impuesto al pollo o sin ella, los fabricantes chinos han venido trabajando de manera consistente, perfeccionando y haciendo más eficiente la producción de vehículos eléctricos. Si la electrificación es el futuro, y las regulaciones así lo exigen, la protección de los gobiernos no será suficiente. Las marcas tradicionales automotrices deberán buscar replantear sus modelos operativos para poder hacer frente a los competidores chinos. De no hacerlo, es muy probable que algunas no sobrevivan la siguiente década.
Profesor del área de Dirección de Operaciones de IPADE Business School.