El SNCA 2025 exhibe la crisis estructural del sistema cultural mexicano: reglas rotas, favoritismo descarado y una distancia cada vez mayor entre quienes viven del arte y quienes apenas sobreviven a él.

El 26 de septiembre se anunciaron los resultados del Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA) 2025 y una vez más el guion se repite con la misma monotonía que desde hace décadas: los mismos nombres, conflictos de interés sin consecuencias, decisiones que violan el propio reglamento del programa y una lista que parece elegida para ratificar que el dinero público destinado a “estimular la creación artística” en México sirve principalmente para consolidar privilegios.

Si el SNCA hubiera sido diseñado como un sistema de legitimación interna de las élites culturales del país, habría que aplaudirlo. Porque eso es exactamente lo que hace.

Los resultados de este año confirman lo que muchos artistas saben desde hace años: la beca rara vez cambia de manos. Fernanda Melchor vuelve a aparecer entre las beneficiarias a pesar de tener un contrato millonario con Netflix. Guadalupe Nettel, una académica con sueldo fijo y denuncias por explotación laboral también figura de nuevo. Valeria Luiselli instalada en Nueva York con prestigio internacional suma otro estímulo a su ya sólida carrera. Y Julián Herbert que durante periodos previos solo produjo Overol -un libro irrelevante incluso para la crítica- también sigue recibiendo recursos públicos.

Hay otros nombres que reaparecen con la misma familiaridad: León Plascencia Ñol, Vivian Abenshushan o Mónica Lavín, todas figuras que han transitado cómodamente por las estructuras del poder cultural sin que nadie cuestione por qué siguen siendo beneficiarias de estímulos públicos. Y entonces surge la pregunta que el Estado nunca se atreve a formular y que la ciudadanía debería hacerse con urgencia: ¿cuántas veces puede recibir una persona el mismo apoyo antes de que se convierta en inmoral?

Tomemos el caso de Julián Herbert. Al término de su trayectoria como parte del sistema habrá recibido casi tres millones de pesos del erario. La pregunta es inevitable: ¿su obra lo vale? ¿Lo vale un libro como Overol que ni siquiera consiguió reconocimiento crítico significativo? ¿Lo vale su aportación concreta al panorama literario nacional?

Hagamos el mismo ejercicio con Guadalupe Nettel que también ha recibido el estímulo en más de una ocasión. ¿De verdad lo que ha producido en esos años vale tres millones de pesos? ¿Ha transformado el campo literario mexicano en esa medida? ¿Ha devuelto a la sociedad, en obra, en impacto o en relevancia, el equivalente a lo que se le ha entregado?

Estas preguntas no son ociosas: son las que cualquier sistema público serio debería plantearse antes de repartir millones en recursos públicos. Porque si las respuestas son negativas -y en muchos casos lo son- entonces el SNCA ha dejado de ser un programa de estímulo y se ha convertido en un mecanismo de renta garantizada para un puñado de escritores privilegiados.

¿Es ilegal? No. ¿Es inmoral? Sí. Porque el SNCA no fue concebido para subsidiar las carreras de quienes ya no necesitan ese dinero para producir. Fue pensado para garantizar que quienes carecen de condiciones materiales puedan dedicarse a crear sin morirse de hambre. Y lo que tenemos hoy es exactamente lo contrario, un sistema que financia a los consolidados y deja afuera a quienes sí dependen del apoyo para sobrevivir.

Esa perversión del sistema no es una cuestión menor ni un simple debate sobre recursos: tiene consecuencias concretas, dolorosas y en muchos casos irreversibles. En los últimos años los suicidios y muertes prematuras de jóvenes escritores han sacudido al mundo literario mexicano abriendo conversaciones urgentes sobre la precariedad material, la salud mental y la violencia estructural que atraviesan la vida artística. Es imposible negar que muchas de esas muertes pudieron haberse evitado si esas personas hubieran tenido un ingreso básico de 33 mil pesos mensuales -lo que hoy otorga el SNCA- para atender su salud física, acceder a terapia o simplemente vivir con un mínimo de dignidad mientras escribían. En cambio, vemos cómo autoras y autores que han marcado debates, renovado lenguajes y transformado el panorama literario quedan fuera del Sistema de Creadores mientras otros -que no dependen de ese dinero para sobrevivir- lo reciben una y otra vez no para cubrir necesidades básicas sino para financiar lujos, viajes o segundas residencias. Esa desigualdad brutal no es un efecto colateral del SNCA es su funcionamiento estructural.

Si el problema fuera solo la concentración de becas en las mismas manos bastaría con una reforma. Pero lo que vimos este año es más grave es que hay violaciones directas al reglamento.

Atenea Cruz fue jurado del SNCA en narrativa y simultáneamente del Premio Bellas Artes de Colima de Obra Publicada. Este doble rol ya es cuestionable por sí mismo porque concentra demasiado poder en una sola persona y reduce la diversidad de criterios. Pero la situación empeora: Cruz es amiga cercana de Liliana Blum, una de las seleccionadas, y no firmó el documento de ética que obliga a los jurados a deslindarse de evaluar a personas con las que tienen vínculos personales.

Eso no es una irregularidad menor. Es una violación frontal al reglamento y debería ser motivo suficiente para anular el proceso de selección de Blum. Porque si los jurados no están obligados a cumplir con las normas básicas de imparcialidad todo el sistema pierde legitimidad.

El código de ética del Sistema Nacional de Creadores no es un requisito burocrático ni una sugerencia amable, sino que es un instrumento legal que obliga a quienes participan en el proceso de evaluación a actuar con imparcialidad, independencia, confidencialidad y ausencia de conflicto de interés y amiguismos. Su incumplimiento no debería resolverse con un simple llamado de atención ni con el silencio institucional, sino con sanciones administrativas claras como la anulación inmediata del fallo a favor de Blum y la inhabilitación temporal o definitiva del Atenea como jurado. La propia normatividad de la Secretaría de Cultura prevé estos mecanismos no obstante rara vez se aplican. Lo que hoy vemos es un Estado que redacta códigos de ética para presumir transparencia en sus informes, pero que no tiene ninguna intención de hacerlos valer cuando se violan.

El caso de Liliana Blum tiene además una dimensión política que no puede ignorarse. La escritora tiene una postura sionista en medio de la ofensiva israelí sobre Gaza. Y aun así en medio de ese contexto el Estado mexicano -que oficialmente reconoce el derecho del pueblo palestino a la autodeterminación- decidió otorgarle una beca con dinero público.

No se trata de censurar ideas. Se trata de preguntarse qué significa que un país que se dice comprometido con los derechos humanos financie a alguien que avala crímenes de guerra. Y cuando esa persona además es beneficiada en un proceso en el que su amiga fue jurado sin cumplir el código de ética el problema deja de ser simbólico y se convierte en complicidad institucional.

Mientras todo esto ocurre la realidad cotidiana del sector cultural mexicano sigue siendo devastadora. La mayoría de los artistas vive en condiciones de precariedad laboral crónica sin seguridad social, sin contratos estables, sin acceso a vivienda digna. Muchos deben tener dos o tres trabajos ajenos a su práctica artística para sobrevivir. Algunos abandonan su vocación. Otros literalmente se suicidan ante la imposibilidad de sostener una vida dedicada al arte.

Esa precariedad está documentada en estudios académicos que evidencian que la gobernanza cultural es débil, las protecciones laborales inexistentes y el acceso a recursos está mediado por redes de poder. En ese contexto que el Estado destine millones a quienes ya tienen contratos internacionales, sueldos universitarios o prestigio consolidado no es solo injusto es obsceno.

La exclusión no es solo económica. También es de género. En poesía este año solo dos mujeres fueron seleccionadas. En narrativa el sesgo masculino se mantiene. La paridad que el Estado presume en foros y conferencias es un espejismo porque el sistema sigue premiando a hombres, a los mismos nombres de siempre y a quienes tienen vínculos con el círculo reducido que controla las decisiones. Y eso para no hablar de todos los hombres denunciados en el Me Too que ingresaron este año al Sistema.

La concentración del poder en unas pocas manos no solo reproduce desigualdades sino que neutraliza la posibilidad de renovación estética. Cuando siempre ganan las mismas personas, las mismas ideas, los mismos estilos y las mismas ideologías, el arte se empobrece.

En medio de todo esto hay pequeñas señales de esperanza: la aparición de voces nuevas como Aura García Junco, Tania Tagle o Hiram Ruvalcaba demuestra que aún hay grietas por donde se cuela el talento emergente o provinciano. Pero son excepciones no la regla. Y no pueden usarse como coartada para maquillar un sistema profundamente desigual y éticamente quebrado.

Si el SNCA quiere recuperar un mínimo de legitimidad necesita transformarse desde sus cimientos. No bastan ajustes superficiales. Las medidas urgentes deberían ser:

Primero: la declaración de vínculos debe ser obligatoria, verificable y con consecuencias. Si un jurado miente o evalúa a alguien con quien tiene relación el proceso debe anularse, el jurado ser inhabilitado y la beca reasignada, como debería ocurrir en el caso de Liliana Blum.

Segundo: prohibición total de conflictos de interés. Ningún jurado con vínculos personales o profesionales puede evaluar a una persona candidata.

Tercero: paridad sustantiva e inclusión territorial. No basta con mujeres en la lista. Debe haber paridad real y representación de personas fuera de la Ciudad de México.

Cuarto: criterios socioeconómicos. El talento importa, pero también el contexto. El sistema debe priorizar a quienes realmente necesitan el apoyo para crear y se debe calificar también la posición económica.

Quinto: evaluación con impacto. No basta con entregar obra, sino que esta debe generar conversación, resonar y aportar al campo cultural.

Y finalmente poner un límite de dos periodos por persona. El estímulo no puede ser un salario vitalicio. Después de dos veces el espacio debe abrirse a nuevas voces.

El SNCA nació con la promesa de garantizar condiciones dignas para la creación artística. Hoy, tres décadas después se ha convertido en un sistema que financia a quienes menos lo necesitan, reproduce desigualdades, legitima ideologías coloniales, viola sus propias reglas y abandona a quienes el arte les cuesta la vida.

Por: Efrén Hernández

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