Pedro Abramovay
El gobierno de Trump está apartándose radicalmente del orden internacional en cuya construcción tuvo un papel tan fundamental Estados Unidos. Ha abandonado el Acuerdo de París sobre el clima, la Organización Mundial de la Salud y el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas; ha interrumpido los fondos que aportaba a la Organización Mundial de Comercio y la Agencia de Naciones Unidas para los refugiados palestinos; ha rechazado los Objetivos de Desarrollo Sostenible y ha renegado de los compromisos legales adquiridos en virtud de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951; y está revisando todas las organizaciones multilaterales a las que pertenece el país y todos los tratados internacionales firmados para decidir si retira su apoyo.
Se suele pensar, con razón, que la política de “Estados Unidos primero” va a acelerar la fragmentación de un orden multilateral ya tambaleante y hará que el Estado de derecho quede aplastado por la sombra de unos países poderosos que aspiran a tener cada uno su esfera de influencia. ¿Pero es posible que esa descomposición, al mismo tiempo, cree nuevas posibilidades de reforzar la cooperación internacional? La ausencia de Estados Unidos podría eliminar uno de los principales obstáculos con los que se han topado hasta ahora los intentos de cooperación internacional —incluso con presidentes anteriores— y allanar el terreno para alcanzar acuerdos internacionales más ambiciosos y eficaces. Por supuesto, lo más probable es que los demás Estados que han dificultado siempre las negociaciones multilaterales sigan haciéndolo, pero habrá sin duda varios asuntos en los que será posible avanzar sin la presencia de Estados Unidos.
Un buen ejemplo es la necesidad de establecer una fiscalidad internacional.
En la actualidad, las multinacionales evaden impuestos por valor de 240 000 millones de dólares anuales o más y, en todo el mundo, los millonarios y multimillonarios suelen pagar proporcionalmente menos impuestos que la clase trabajadora. Estas desigualdades aumentan debido a la globalización de los capitales financieros, que facilita la evasión fiscal de las grandes empresas y los más ricos porque les permite transferir sus beneficios a paraísos fiscales y, de esa forma, arrebata a los Estados los recursos fiscales necesarios para invertir en la erradicación de la pobreza y otros bienes comunes.
En 2021, las negociaciones presididas por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) culminaron en un acuerdo sobre un impuesto mínimo global de sociedades, del que el presidente Donald Trump se retiró pocas horas después de regresar a la Casa Blanca. Aunque fue un éxito de la OCDE y un gran paso adelante, en realidad era menos de lo que querían los gobiernos africanos y del Sur Global, que no se pudo lograr debido a la resistencia de los Estados miembros más ricos de la organización. Los expertos proponían un impuesto mínimo global del 25 %, pero la OCDE acordó solo un 15 %; y la parte de ese dinero que se destinará a los países que más necesitan llenar sus arcas públicas es mínima, porque el compromiso de repartir los derechos impositivos entre unos países y otros también se rebajó en favor de los países ricos.
El año pasado, en Naciones Unidas, la mayoría de los países aprobaron los parámetros para un nuevo convenio fiscal mundial cuyo propósito es adoptar una estrategia más ambiciosa (Estados Unidos y otros países de rentas altas votaron en contra). Ya se está negociando —aunque sin la participación de Estados Unidos—, con la esperanza de que el acuerdo esté listo hacia finales de 2027. En paralelo se están haciendo intentos de ámbito nacional: por ejemplo, en Brasil, donde el Gobierno quiere eliminar el impuesto sobre la renta a las clases medias y bajas y trasladar la carga fiscal a los millonarios.
También en 2024, durante la presidencia brasileña del G20, se debatió por primera vez la creación de un impuesto mínimo global para multimillonarios. En la declaración final figuraba asimismo la idea de gravar a la gente más rica del mundo. La riqueza de estas personas, sobre todo la derivada de las grandes empresas tecnológicas, se genera a escala mundial, pero consiguen rehuir los impuestos porque tienen la posibilidad de almacenarla en paraísos fiscales, envuelta en el secreto. Además, sus empresas tienen una tributación mínima por culpa de unas normas internacionales obsoletas, establecidas hace más de un siglo, que limitan la capacidad del Sur Global para cobrar impuestos a las empresas y a los multimillonarios. El acuerdo fiscal propuesto por Naciones Unidas también ofrece un valioso método para gravar los servicios digitales, en especial los que prestan las grandes empresas tecnológicas. Es fundamental que haya un tipo impositivo más sólido para los más ricos y unas normas coordinadas en todo el mundo para cobrar impuestos a los proveedores tecnológicos transnacionales y garantizar que la riqueza generada en un país contribuya en ese país, no solo por motivos de justicia fiscal en el mundo, sino también en defensa de la democracia.
Varias décadas de neoliberalismo han vaciado a los Estados desde dentro, han desmantelado el sector público y han dejado a los gobiernos sin margen fiscal para invertir en infraestructuras públicas, salud y educación. Si la gente no cree que su democracia puede transformar y mejorarle la vida, acabará por no apoyarla. La reforma fiscal no solo alimenta las arcas públicas, sino que también refuerza la capacidad del Estado de influir en la transformación social, que es esencial para sostener la democracia.
Además, los avances para reformar la fiscalidad internacional pueden ser el preludio de un orden multilateral más democrático, encabezado por el Sur Global y que responda a las necesidades de la mayoría de la población mundial.
Este año, la presidencia del G20 corresponde a Sudáfrica. Ha habido rumores de que Estados Unidos podría retirarse del grupo ya desde antes de que el gobierno de Trump expresara su hostilidad hacia el país africano.
Se podría alegar que, sin la participación de Estados Unidos, avanzar en la reforma fiscal no servirá de nada: ¿qué valor tiene un acuerdo fiscal internacional que no cuente con la mayor economía del mundo? ¿No desembocaría en una competición a la baja? Ahora bien, aunque se puede utilizar este argumento en relación con cualquier acuerdo multilateral (ya sea sobre normas laborales o regulación medioambiental), hay que subrayar que cada año se pierden casi 500 000 millones de dólares de impuestos que van a parar a los paraísos fiscales; entre ellos, 177 000 millones de dólares de los países que han votado en contra. Las negociaciones para conseguir un convenio fiscal internacional pretenden crear un marco más inclusivo y equitativo para la cooperación fiscal que beneficie a todos los países.
El propósito de emplear un enfoque multilateral para la reforma fiscal internacional no es enemistarse con Estados Unidos ni perjudicar su economía; pero las negociaciones deben continuar, aunque Estados Unidos no esté presente en la mesa de negociaciones.
Los problemas actuales más difíciles trascienden las fronteras. El auge del nacionalismo populista, el agravamiento de la crisis climática, la desestabilización provocada por las nuevas tecnologías y el aumento de las desigualdades entre unos países y otros y dentro de cada sociedad exigen estrategias multilaterales. No cabe duda de que la ausencia de Estados Unidos de los foros internacionales es un obstáculo, pero también es una oportunidad para desarrollar soluciones multilaterales para las personas y el planeta, sobre todo las iniciativas del Sur Global. Estos países pueden servir de guía para llevar a cabo la reforma fiscal internacional.
Pedro Abramovay es vicepresidente de programas en las Open Society Foundations.
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