Por Camila Fernández Solís
¿Cuánto podemos construir si pensamos que somos los últimos? Sin fe, la fatalidad es inminente e irreparable. Parece ser que la desgracia es el pan de cada día en la Tierra: en medio del diluvio de información, veraz o no, es difícil navegar y averiguarlo por sí mismo. La constante urgencia de los datos no nos fortalece, al contrario, paraliza cada engrane de esta maquinaria.
Cada día mejora la calidad del registro humano, no hay duda. Imágenes más claras de nuestras células y del espacio, grabaciones nítidas del sonido que emite el vuelo de una abeja, nacimientos por minuto, muertes por segundo. Propongo dirigir la mirada al río en el que esta información transita. A pesar de la existencia de los medios digitales masivos, existe la posibilidad de que ni siquiera se le preste atención a estos datos. ¿Pero por qué deberíamos fijarnos en aquello tan lejano —o sin aparente importancia— cuando en la inmediatez todo parece derrumbarse?
Porque en la lejanía también es posible encontrar soplos de ilusión y lo cercano no está derrumbándose. Como habitantes de este planeta, al contemplar y entender lo otro, tiramos aquella frontera de lo que no nos es debido. Permítame, querida persona, desarrollar.
Miremos a los ojos a aquellos a los que se les ha demandado clavar la mirada al piso y escuchemos lo que tiene que decir la persona de al lado en el transporte público: ahí se encuentra un curita para tanta desolación.
En reparar que hay quienes sienten distinto, que ven al mundo con otros ojos. Pensemos en todo como una gente. Gente que habla sin palabras. La tierra en la que se siembra, el sol que requema la piel o la velocidad con que una mariposa sale de la pupa. Contra la vil enclaustración de nuestros tiempos, reconozcámonos unos a los otros como dignas vasijas de riquísimas historias y anhelos. Desde ahí, construir en plural promete ser una marcha próspera.
Fuera de la intención de ignorar las tragedias del día a día, sugiero atender nuestros aciertos. Para el ungüento perfecto a este mal no tengo receta. Más sé que contiene un escenario tan antiguo como la humanidad misma: un grupo de personas compartiendo un espacio y lenguaje, que no siempre se forma por palabras, para celebrar aquello loable. La solución al entumecimiento del dolor ajeno es el ejercicio de la sensibilidad en comunidad. Propicia la discusión y juega con los límites de la imaginación.
¿Qué lugar más adecuado para concebir futuros urbi et orbi que el espacio público? Aquí reside la importancia de mantener vivos los ejercicios de discusión, de competencia, de aprendizaje colaborativo.
Entiendo la necesidad de categorizarnos, limitar dónde termino yo y empiezas tú, pero no entiendo cómo esas categorías se transforman en odio.
Concibamos formas distintas de construir cultura y conocimiento. En medio de un baile en una calle cerrada, los colores de las casas en el barrio o la tipografía de los carteles en las fruterías. Todo esto pavimenta los caminos por los que experimentamos el mundo desde nuestra ventana.
En un mundo tan polarizado, las mejoras producto de la cooperación son un bálsamo. Vamos un paso adelante de lo posiblemente mejor cuando consideramos que hemos seguido caminando a través de los años. En un mundo que parece atravesar la extinción diariamente, reconocer las batallas ganadas y crear es el acto último de fe.
Estudiante del CIDE.