Por Christopher Cernichiaro Reyna
Los recursos públicos con los que los estados financian la educación, la salud y los servicios más básicos provienen, en su mayor parte, del gasto federalizado. Este conjunto de transferencias que la Federación envía a las entidades representó cerca del 85% de sus presupuestos totales. En otras palabras, de cada 100 pesos que los gobiernos estatales ejercen, alrededor de 85 llegan desde el gobierno federal. La recaudación local, que incluye impuestos sobre nómina, hospedaje, entre otros, apenas cubre el resto. Este equilibrio desigual explica por qué las finanzas estatales son tan sensibles a las decisiones del presupuesto federal: cuando el gasto federalizado crece, los gobiernos locales respiran; cuando se estanca o cae, su margen para atender las necesidades sociales se reduce drásticamente.
Esa alta dependencia fiscal significa que los estados viven al ritmo de las transferencias federales. Si éstas se reducen, también lo hace su capacidad para mantener servicios como alumbrado, seguridad pública, drenaje, recolección de basura o mantenimiento de hospitales y escuelas. No se trata solo de una cuestión contable: la estructura de los ingresos públicos define, en buena medida, la calidad de vida de la población. Un gasto federalizado débil o mal distribuido se traduce en gobiernos locales con menos recursos para responder a su población, especialmente en regiones con mayor rezago económico.
Históricamente, el gasto federalizado se ha compuesto de seis grandes rubros, cada uno con un propósito distinto. Las participaciones son recursos de libre uso que los estados pueden destinar según sus prioridades locales. Las aportaciones, también normadas por la ley, son fondos etiquetados para áreas estratégicas como salud, educación, infraestructura social, seguridad y asistencia pública. A ellos se suman los recursos para salud pública, que financian servicios a la población sin seguridad social; los convenios de descentralización y reasignación, que apoyan proyectos conjuntos con la federación; y los subsidios del Ramo 23, que suelen emplearse para impulsar programas o infraestructura específicos. Mientras las participaciones y aportaciones llegan de manera automática, los demás dependen del criterio del Ejecutivo y, por tanto, de las prioridades políticas de cada año.
Durante la última década, el comportamiento de estos recursos muestra un cambio estructural. En 2015, el gasto federalizado alcanzó su punto más alto: 2.84 billones de pesos. Para 2026, se proyectan 2.81 billones, una cifra prácticamente estancada en términos reales. Dentro de esa suma, las participaciones son las únicas que crecen —un 35% respecto a 2015—, mientras que las aportaciones se estancan al apenas avanzar 2%. En cambio, los recursos para salud pública caen 35%, los convenios de descentralización 50%, los subsidios del ramo 23 casi desaparecen al caer 95% y los convenios de reasignación no cuentan con monto proyectado para 2026. En términos simples, aumentan las participaciones, se estancan las aportaciones, pero se debilitan los fondos destinados a funciones sociales y a la coordinación entre niveles de gobierno. Esto significa que, aunque los números totales parezcan estables, la capacidad real de los estados para atender necesidades públicas se erosiona poco a poco.
Para reducir esa vulnerabilidad, los gobiernos estatales deben fortalecer su recaudación propia. Incrementar la base tributaria local, modernizar sus sistemas administrativos y fomentar la transparencia puede darles más autonomía financiera frente a los vaivenes del presupuesto federal. En un país donde casi nueve de cada diez pesos de los estados dependen de la federación, avanzar hacia un federalismo más equilibrado no solo es una cuestión de eficiencia fiscal: es también una condición para que las personas, sin importar dónde vivan, tengan acceso a los mismos derechos y servicios públicos.