Por: Alberto Martínez Romero
Cuando un vocero principal, ya sea un director general, el (la) presidente (a) de un país o un alto funcionario público, decide que "lo sabe hacer bien" y relega a su asesor de comunicación a una mera función de subordinación operativa, el resultado casi siempre es una tragedia estratégica.
La historia de la gestión de crisis y la construcción de reputación está plagada de líderes que, con la mejor de las intenciones y el peor de los resultados, confundieron la experiencia ejecutiva con la competencia comunicacional.
La comunicación en la era de la inmediatez digital no es un talento personal que se improvisa; es casi una ciencia de alto riesgo que requiere de un aliado estratégico, el asesor de comunicación y su equipo de trabajo.
El teórico de la comunicación James E. Grunig, profesor emérito del Departamento de Comunicación de la Universidad de Maryland, en su modelo de excelencia, argumenta que la función estratégica de la comunicación es esencial; un vocero que ignora el feedback no puede alcanzar la simetría necesaria con su público, perpetuando el conflicto y exhibiendo sus debilidades.
El líder que es exitoso en su campo (finanzas, política, arte,) a menudo sufre del "síndrome del yo lo sé todo" en la esfera pública. Creen que su autoridad o su carisma natural, de tenerlas, son suficientes para navegar en la complejidad mediática. En consecuencia, devalúan al asesor de comunicación, considerándolo un simple proveedor de slides o un corrector de gramática.
El asesor es visto como un implementador de órdenes ("Dile a la prensa esto", “Mándales esta foto”), no como un detector de riesgos o un arquitecto de mensajes. Se le despoja de su rol estratégico, que es el de anticipar las reacciones del ecosistema mediático y guiar la toma de decisiones.
La función principal de un buen asesor es ser un filtro externo y crítico. Es quien puede señalar, sin el sesgo del ego, si un mensaje es percibido como arrogante, si ignora el contexto social o si simplemente es incomprensible para la audiencia masiva. Cuando el líder desestima esta voz, anula el único mecanismo de retroalimentación imparcial disponible antes del impacto público.
El líder está, por necesidad, enfocado en la prioridad ejecutiva (los datos duros, los objetivos internos). El asesor en cambio está enfocado en la prioridad perceptual (cómo la audiencia siente o interpreta esos datos). El fracaso ocurre cuando el vocero impone la primera sin considerar la segunda, resultando en un mensaje técnicamente correcto, pero emocionalmente desastroso.
Un buen asesor genera procesos sencillos y cercanos a las audiencias, asegurando la eficacia del mensaje. En cambio, el vocero dominado por el ego omite esta simplificación estratégica, lo que lo conduce a comportamientos erráticos que impactan negativamente y de forma directa en su imagen y reputación ante la opinión pública.
Entonces el asesor no es un mensajero; es un aliado estratégico cuya función es mitigar el riesgo de la palabra pública. El vocero que lo ignora no sólo pierde una herramienta, sino que se enfrenta solo a las leyes inmutables de la comunicación moderna.
El asesor experimentado sabe que un error se viraliza en minutos, mientras que una aclaración seria toma días en ser procesada por los medios, si sucede.
Sabe que, en tiempos de crisis, el público no escucha los datos, sino el tono y la coherencia emocional. Un vocero autosuficiente, centrado en su propia razón, anula esta empatía.
La lección es clara y dolorosa: el líder puede ser brillante en su campo, pero si cree que su intuición reemplaza la disciplina de la estrategia comunicacional, está condenado a que su mensaje se distorsione, su imagen sea motivo de burla, su reputación se erosione y su gestión se perciba como fallida, no por incompetencia, sino por negligencia estratégica en la esfera de la verdad pública.
Licenciado en Periodismo por la UNAM. Tiene un MBA por la Universidad Tec Milenio y cuenta con dos especialidades, en Mercadotecnia y en Periodismo de investigación por el Tec de Monterrey.
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