Por María Emilia Molina de la Puente

Un video grabado en el Congreso mexicano recorrió las redes con velocidad. Primero se viralizó el video de dos diputadas disputando un lugar junto al secretario de Estado más comentado del momento, al que las redes habían bautizado como “Batman”. Después, en el Congreso, un diputado decidió retomar la escena, se ríe, las jala de los brazos, las llama “las Batichicas”. Desde los escaños se escuchan risas, aplausos y gritos: “¡Él es el ganón!”. A simple vista, podría parecer una broma parlamentaria, un guiño a la cultura digital. Pero en realidad fue un acto de ridiculización pública, una forma de violencia simbólica que se esconde detrás del humor político y que sigue marcando jerarquías entre quienes ocupan los mismos espacios. Es, en realidad, una radiografía precisa de la cultura política mexicana: esa que celebra la presencia de mujeres en los espacios de poder, pero todavía no las respeta dentro de ellos.

En ese episodio se entrelazan dos formas de violencia simbólica. La primera es la cosificación mediática: la mirada que reduce a las funcionarias a su cuerpo o a su cercanía con un hombre poderoso. El secretario fue celebrado como el atractivo del momento; ellas, automáticamente, quedaron en el rol de admiradoras, seguidoras o “fans” institucionales. En un instante dejaron de ser diputadas —representantes populares con voz y voto— para transformarse en personajes de un relato colectivo dominado por la mirada masculina.

Esa es la esencia de la cosificación: convertir a las mujeres en superficie, en objeto, en pretexto. Su presencia pierde legitimidad profesional y se vuelve materia de entretenimiento. En la esfera pública, esa mirada anula la autoridad femenina y sustituye el mérito por la insinuación. Si el interés político se sustituye por el interés sexual, lo que se erosiona no es sólo la imagen de las mujeres, sino el sentido mismo del respeto institucional.

La segunda forma de violencia fue la sexualización institucional. Al retomar el apodo y reírlo desde la tribuna, el diputado no sólo repitió la broma: la legitimó. Llevó la burla de las redes al espacio del poder y la cubrió con el disfraz del humor parlamentario. Lo que nació como chisme digital terminó convertido en acto público de ridiculización. Y el Congreso —símbolo del debate y la deliberación— se transformó en un escenario donde las mujeres son comentadas, no escuchadas.

En esa escena, el poder operó con un gesto antiguo: el hombre que nombra, que acomoda, que hace reír a costa del otro. Y cuando las propias diputadas aceptan el mote lo que se evidencia no es complicidad, sino normalización de la violencia, supervivencia política. Reírse de la burla para no quedar marcadas como “susceptibles”, para evitar el costo de enfrentarse a la risa colectiva.

En una democracia que presume paridad, esto no es anecdótico: es estructural. Porque la igualdad no se agota en estar presentes, sino en poder ejercer autoridad sin ser leídas desde el deseo, la burla o la condescendencia.

En apariencia, vivimos una era de igualdad. México presume una composición paritaria en el Congreso, reformas constitucionales de avanzada, discursos institucionales que ensalzan la participación femenina. Pero la igualdad en cifras no significa igualdad en trato, ni en poder, ni en reconocimiento. La paridad ha abierto la puerta, pero no siempre ha cambiado la casa.

Como han advertido diversas voces académicas e institucionales, la igualdad numérica no garantiza la igualdad sustantiva. El que las mujeres estén presentes en los espacios de poder no significa necesariamente que ejerzan el poder en condiciones de igualdad.

La Ley General para la Igualdad entre Mujeres y Hombres, vigente en México, establece en su artículo 17 que la política nacional debe orientarse a “lograr la igualdad sustantiva entre mujeres y hombres”, entendida como aquella que “elimina las barreras estructurales y de facto que impiden el ejercicio pleno de los derechos”. Es decir, el Estado reconoce que la igualdad formal —la que se mide en cifras, en cargos o en porcentajes— no basta por sí misma.

También desde el ámbito internacional se ha planteado esta distinción. Bina Rai Ruiz, en su ensayo The Gender of Representation: On Democracy, Equality and Parity (Universidad de Sevilla, 2008), sostiene que la paridad representativa —la igualdad numérica en los órganos legislativos— “no garantiza por sí sola un cambio en las relaciones de poder, porque la estructura institucional continúa reproduciendo el modelo masculino de autoridad”. De modo similar, Shahrashoub Razavi (ONU Mujeres, 2023) advierte que el tránsito hacia una verdadera igualdad requiere ir “más allá del paradigma de la paridad numérica hacia la transformación de las condiciones sociales y culturales que definen lo que significa tener poder”.

Las voces coinciden en algo fundamental: la igualdad sustantiva no se alcanza contando mujeres, sino transformando estructuras. Y esa transformación implica cuestionar los modos de ejercer el poder, los lenguajes de la política y los gestos que, como en el episodio de las diputadas, reproducen las viejas jerarquías bajo un rostro renovado.

No se trata de un simple chiste. Es una forma de violencia simbólica. Y la violencia simbólica, como la definió Pierre Bourdieu, es la más eficaz porque se ejerce con el consentimiento de quienes la padecen y de quienes la aplauden. En política, se manifiesta cuando se trivializa a una mujer, cuando se hace de su cuerpo una anécdota o de su presencia una broma. No necesita insultar ni gritar: basta con nombrar para despojar.

El problema no es solo el comentario, sino la respuesta colectiva. La naturalidad con que se ríe, la condescendencia con que se aplaude, la ausencia de indignación institucional. La risa se vuelve un aplauso a la jerarquía. Esa risa es la que ha acompañado durante siglos el ejercicio del poder masculino: la que suaviza la humillación y normaliza la desigualdad.

Y es también la risa que pone en evidencia que la igualdad todavía no es costumbre, sino excepción. Porque una mujer puede estar en la tribuna, pero si su palabra sigue siendo motivo de mofa, la igualdad es apenas una ilusión.

La paridad no debe ser una decoración ni una foto de modernidad democrática. Es una aspiración a la justicia. Pero cuando se convierte en escenario, en cuota cumplida o en estadística vacía, pierde su fuerza transformadora. La política se vuelve un teatro donde se representan mujeres en el poder, pero se actúa bajo el guion de la desigualdad.

La cultura del poder es difícil de transformar. Se reproduce en gestos cotidianos: en el tono con que se interrumpe a una legisladora, en el comentario sobre su ropa, en la sonrisa paternalista con que se descalifica su intervención. Se cuela en los medios, en los titulares, en los memes. Es un patriarcado que ha aprendido a reírse de sí mismo para seguir existiendo.

Por eso, cuando alguien dice “no hay que exagerar”, conviene recordar que esa frase ha sido la coartada histórica del machismo. La violencia simbólica no se mide por su volumen, sino por su persistencia. Y mientras más cotidiana, más corrosiva.

No se trata de censurar el humor, sino de entender quién ríe y a costa de quién. Cuando la burla reproduce jerarquías y el poder la celebra, el humor deja de ser inocente y se convierte en mecanismo de control. En ese sentido, el episodio de las “Batichicas” no es gracioso: es pedagógico. Enseña, sin quererlo, cómo opera el poder cuando las mujeres ya no pueden ser excluidas, pero aún deben ser disciplinadas.

El reto, entonces, no es solo ocupar la tribuna, sino transformar su sentido. No basta con estar: hay que poder decidir, hablar, cuestionar. El respeto debe dejar de ser una cortesía y convertirse en requisito democrático. Ninguna democracia puede ser sólida si la mitad de quienes la sostienen son objeto de burla.

Cambiar esto requiere más que discursos. Implica nombrar la violencia simbólica, exigir disculpas públicas, construir entornos donde la autoridad de las mujeres no dependa de su tolerancia al agravio. Requiere educación institucional, protocolos efectivos y, sobre todo, una nueva cultura del poder: una donde la risa no se use para silenciar ni el chiste para marcar jerarquías.

Porque lo que está en juego no es una anécdota, sino la concepción misma de autoridad. Si cada gesto de humillación se celebra, la democracia se debilita. Si la paridad solo garantiza presencia sin respeto, el resultado es una representación vacía. No queremos estar ahí para ser parte del show, sino para reescribir el libreto.

La política mexicana tiene una deuda pendiente con las mujeres. No basta con abrirles la puerta: hay que garantizar que, al entrar, no sean reducidas a adorno ni a símbolo, ni a anécdota. Que su palabra no sea un accesorio ni su imagen un pretexto. La igualdad sustantiva comienza cuando las mujeres ya no tienen que agradecer el espacio, sino ocuparlo con naturalidad y con poder.

Y quizá ese sea el desafío más profundo de nuestra época: pasar de la paridad visible a la igualdad vivida. Que las mujeres no tengan que pelear por un lugar al lado del poder, sino ejercerlo desde su propio centro. Que la tribuna no sea un escenario, sino un territorio de legitimidad. Que el respeto deje de ser aspiración y se convierta en costumbre.

Porque la democracia no se mide por cuántas mujeres están en la foto, sino por cuántas pueden hablar sin miedo a la risa. No se mide por la cantidad de curules ocupadas, sino por la cantidad de voces escuchadas. No se mide por cuántas veces el poder las nombra, sino por cuántas veces las respeta.

El día que ya no tengamos que explicar por qué algo “solo aparentemente gracioso” es violencia, habremos avanzado. El día que un recinto entero guarde silencio ante la humillación de una mujer, habremos entendido. Y el día que el respeto deje de ser resistencia y se convierta en hábito, ese día la democracia mexicana podrá decir, por fin, que es verdaderamente paritaria.

Hasta entonces, cada palabra, cada gesto, cada mirada contará. Porque ocupar el espacio público no basta: hay que habitarlo con dignidad. Y mientras haya quien convierta la igualdad en chiste, habrá también quien la defienda con voz, con memoria y con fuerza.

Magistrada de Circuito

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