Por Vania Pérez Morales
La violencia, el crimen organizado y las actividades ilícitas en México representan un impacto económico estimado de hasta 3.5 % del PIB, mientras que la corrupción, de acuerdo con estudios del Banco Mundial (2022), genera pérdidas equivalentes a alrededor del 5% del PIB. Estas cifras no pueden analizarse de manera aislada: resulta indispensable incorporar a la conversación —y sobre todo a las soluciones— la forma en que corrupción y crimen organizado se entrelazan y se potencializan mutuamente. No se trata únicamente de contabilizar cuánto pierde nuestro país en términos económicos, sino de reconocer cómo estas dinámicas debilitan la capacidad institucional y terminan por sepultar el desarrollo y la confianza ciudadana a su paso.
Corrupción y crimen organizado son dos categorías de delitos transnacionales que no solo comparten modos de operación, sino que trabajan en redes que los sostienen, mutan, se profesionalizan y encuentran en comunidades o países con altos niveles de desigualdad, el terreno fértil para seguir operando y expandiéndose, valiéndose de estructuras complejas, con fuertes flujos de dinero y complicidades. La detención y juicio de líderes de cárteles de la droga mexicanos en Estados Unidos nos han dado varios ejemplos.
Estas redes, más allá del poder como objetivo último, lo que persiguen es la acumulación de grandes sumas de dinero que, eventualmente, puedan insertarse en los mercados lícitos como símbolo de triunfo, y quizá, prestigio social. Por ello, es necesario hablar de prevención, detección y sanción desde una perspectiva integral que considere ambos fenómenos en conjunto.
Los titulares en los medios de comunicación sobre la detención de grandes capos del narcotráfico han dejado en evidencia un tema central: la red de corrupción que posibilita su operación se origina en el ámbito público. Esta red se sostiene con la impunidad de altos cargos de la administración pública que atraviesan sexenios, y se extiende desde el ámbito municipal hasta el federal. En algunos países de la región, las complicidades han alcanzado incluso a sus presidentes.
Muchos de los grandes casos de corrupción en el mundo han estado vinculados con grupos del crimen organizado, lo que les ha permitido reforzar sus métodos y expandir sus territorios. El trasiego de drogas, por ejemplo, no podría concretarse sin una red de corrupción transfronteriza que facilite su llegada a los mercados de consumo. Los juicios recientes contra integrantes del Cártel de Sinaloa han mostrado que, más allá de los capos, lo que sostuvo a la organización fue una red de corrupción institucional que operaba en el ámbito público al servicio del crimen organizado.
En este sentido, encarcelar a grandes capos no debería ser el objetivo último. Lo fundamental es comprender las dinámicas que hacen posible su existencia y generar controles financieros eficaces para seguir el rastro del dinero, recuperar activos y desmantelar las redes que les dan soporte, incluidas aquellas empresas que, bajo apariencia de legalidad, operan con recursos provenientes de drogas o de otros delitos.
El caso de HSBC demostró que también el sector privado participa activamente en estas dinámicas, configurando un círculo perverso que distorsiona los mercados, erosiona la competencia y frena el crecimiento económico. HSBC Holdings Plc. y HSBC Bank USA N.A. admitió violaciones a las normativas de lucha contra el lavado de dinero, y como sanción se obligó a pagar 1,256 millones de dólares en un acuerdo de enjuiciamiento diferido, según datos del Departamento de Justicia de los Estados Unidos (2012). Lo anterior se agrava cuando hay elementos para asegurar que dicha entidad financiera fue utilizada por cárteles de la droga en México, con la intervención de autoridades, para no recibir sanciones durante un largo periodo (Reyna, Gallegos y Meza, Quinto Elemento Lab/CONNECTAS, 2020).
No todo está perdido. La Resolución 10/5 de la UNCAC (CoSP Atlanta, 2023) traza una oportunidad de abordar conjuntamente la corrupción y el crimen organizado como problemáticas de carácter transnacional, y así generar estrategias de prevención, cooperación internacional y rendición de cuentas más robustas. De lo contrario, seguiremos creyendo que todo se resuelve con la captura de un gran capo, mientras la red de complicidades permanece intacta.
La pregunta que debemos hacernos no es únicamente ¿dónde están los líderes del crimen organizado que aterrorizan a la población; sino ¿dónde están los servidores públicos que han permitido, facilitado o protegido su operación?
Con el cambio de liderazgo en la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) se abre la posibilidad de avanzar hacia investigaciones que no solo señalen a individuos aislados, sino que revelen redes completas de corrupción y crimen organizado. El seguimiento del rastro del dinero puede convertirse en la herramienta central para desenmascarar estas estructuras, exponer a todos los involucrados, públicos y privados, y de paso, fortalecer nuestro Estado de derecho.
Ciudadana, Presidenta del Sistema Nacional Anticorrupción y Profesora de la Universidad Nacional Autónoma de México