La vejez es fortuna y problema. Fortuna para quienes tienen la suerte de no padecer “demasiado” las incomodidades propias de los años. Problema para quienes pesan más los achaques y las molestias que las posibilidades de gozar la vida, amén de la soledad y el abandono, fenómenos cada vez más frecuentes.
Incrementar la esperanza de vida es una gran conquista. Incontables esfuerzos buscan mejorar la calidad de vida. Calidad y longevidad son meta del conocimiento; tecnología, salud, nuevos fármacos y vivienda digna son pilares en los rubros calidad y esperanza de vida. Los esfuerzos para combatir la contaminación ambiental, mejorar la alimentación, fabricar productos biodegradables, disminuir factores de riesgo asociados al trabajo y preservar áreas naturales son, también, elementos fundamentales. Algunos números ilustran las ideas previas.
A principios de siglo XIX, la esperanza de vida era de 30 a 40 años; en los albores del siglo XX, dependiendo del continente y de las condiciones económicas, la media osciló entre 50 y 65 años. En nuestro siglo, en los países ricos, el promedio es 80 años, y en los pobres 50. Aunque no es la razón del texto, contrasto, por obligación ética, las enormes diferencias en la esperanza de vida entre Occidente y naciones pobres; en países como Japón el promedio de vida es de 83 años y en Zambia de 37. Destaco las diferencias con el objetivo de resaltar otras connotaciones éticas: en las naciones ricas la esperanza de vida ha aumentado gracias al conocimiento; en las pobres, las expectativas positivas no han mejorado, e incluso, en los países donde sida, tuberculosis y paludismo son epidemias, la longevidad ha disminuido. El embrollo es enorme; la vejez conlleva consideraciones éticas.
El incremento en la media de vida no corre en forma paralela con vejez saludable. La vejez, salvo para los políticos que se ufanan por haber incrementado la longevidad con tal de generar votos no es tema interesante. Ese período no es redituable: cuesta y exige tiempo. La mayoría de los viejos no generan dinero, gastan poco, no viajan, no se interesan por la tecnología ni por las modas; además, el problema es mayor porque consumen cuantiosos recursos económicos. Esa realidad social, aunada a mermas físicas y mentales frecuentes en la vejez, explica parciamente la violencia contra ellos.
La Organización Mundial de la Salud define maltrato a los ancianos, como “un acto único o repetido que causa daño o sufrimiento a una persona de edad, así como la falta de medidas apropiadas para evitarlo”. En Estados Unidos, uno de cada diez viejos es víctima de abuso; en países pobres la frecuencia es mayor. Son múltiples las formas de violencia: sexual, económica, abandono, maltrato físico o psicológico.
La suma de los factores previos, aunados a situaciones propias de la vejez como son la disminución de la capacidad cognitiva, el aislamiento social y la dependencia económica, es problema de salud pública y de derechos humanos. En 2025 habrá mil doscientos millones mayores de edad; por primera vez el número de viejos superará al de niños; en 2050 la cifra de mayores de 60 años será el doble de los que había en 2009.
De persistir la violencia contra los viejos, el mundo enfrentará una epidemia inédita. En un mundo superpoblado, donde ética y moral son valores poco apreciados, y la pobreza aumenta, el maltrato repercutirá en la vida de los ancianos. Ante ese panorama, es imprescindible acoplar el valor del conocimiento con objetivos éticos. La única vía para dignificar la vejez exige empalmar conocimiento y ética.