El 22 de abril se celebra el Día Internacional de la Tierra. Apuesta necesaria, apuesta urgente. Nada que celebrar. Mientras cavilo sobre la destrucción de nuestra casa, recurro a mis cuadernos.
Mis cuadernos viejos reproducen diversas ideas. Contienen fragmentos de mentes ilustres. La gran mayoría no han enmohecido. Una de ellas, de Antoine Lavoisier, me recuerda a uno de mis maestros de secundaria: “La materia no se crea ni se destruye: sólo se transforma”. Reparar siglos o décadas después en frases célebres invita a elaborar ideas nuevas, distintas, no en demérito del concepto original.
Lavoisier (1743-1794) publicó su dictum hace más de dos siglos, tiempos yermos de tecnología y de la apropiación inadecuada de nuestra especie sobre la Tierra, sus habitantes y atributos: animales, insectos, agua, aire y plantas.
Más de dos siglos después, la mancha humana sobre nuestro hábitat cuestiona las nociones biológicas de Lavoisier. Los ecologistas no se cansan de advertir sobre los cambios irreversibles de la Tierra si no se actúa “ya”; “ya” es 2030. Los defensores y amantes de la Tierra no albergan dudas: de no frenarse nuestros latrocinios, los daños producidos por el hombre a la Tierra serán irreversibles. Acompañadas por escepticismo comparto tres reflexiones,
1. La materia de Lavoisier es universal. Incluye agua, cielo, mares, tierras. Los optimistas dirán “no se ha destruido, se ha modificado”. Los fatalistas dirán: “la modificación del entorno es irreversible. Hemos masacrado a la Naturaleza”.
2. “La materia no se crea…”, afirmaba con razón Lavoisier. Ahora su concepto es inadecuado; merece otra lectura. Los políticos dueños del mundo, chinos, estadounidenses, rusos, piensan (¿?) “Exprimir la Tierra y anegarla de plásticos e incontables desperdicios es parte del desarrollo económico. De no ser así, ¿cómo crecer?, ¿cómo alimentar a nuestra población?”. Los escépticos piensan “La materia original se ha modificado, de no frenarse la destrucción, la Tierra entrará en rigor mortis. Los mares han perdido poblaciones marinas, los osos migran en busca de alimento, las flores florean cuando no corresponde, incontables especies de insectos y millares de plantas han desaparecido, los glaciares se derriten al ritmo del cambio climático…”.
3. La frase final, “sólo se transforma”, es veraz. La transformación ha devenido destrucción y zozobra, ambas causadas por el ser humano, ambas impensables en los tiempos de Lavoisier. Los dueños del mundo, cobijados por ignorancia y creacionismo sostienen, en su defensa, y para continuar con los destrozos de la Tierra, “la Naturaleza se comporta de acuerdo a su naturaleza. Tsunamis, deshielos, tormentas eléctricas y desaparición de glaciares constituyen fenómenos normales. El ser humano no es el responsable”. Quienes tienen hijos e hijas y nietos y nietas, y conviven con la destrucción del entorno, aseguran “de acuerdo a los conocedores de la Naturaleza, los daños infringidos a la Tierra son responsabilidad de nuestra especie”.
Lavoisier es historia. El presente es presente. Rescatar reflexiones viejas ilustra. Los viejos habitantes de la Tierra, mamuts, flora silvestre y ríos cohabitaban adecuadamente. La irresponsabilidad del ser humano ha destrozado el balance terráqueo. Las huestes religiosas, los empresarios, por ejemplo, del cemento, y los políticos deberían reflexionar: la Tierra palidece y en algunos rincones agoniza. Lavoisier sembró. El ser humano destruyó, destruye, destruirá. Bastan dos nombres nauseabundos: Bolsonaro y Trump.
La Madre Tierra no puede aguardar. El tiempo, a diferencia de otras situaciones, sí se agota.