“Lo judío” engloba un enorme y abigarrado mosaico. La “ecuación judía” contiene incontables avatares, algunos lógicos otros ilógicos. “Lo judío”, un mundo sui géneris. El tiempo es fiel testigo de la afirmación previa, de lo lógico e ilógico: el universo judío lo fincan judíos y no judíos dependiendo de factores universales como tiempo, locación, inmigración, antisemitismo, racismo, tanto del propiciado por judíos como contra ellos, y fanatismos enfermos, de Hamas, de la Yihad Islámica, de iraníes, de judíos y, ahora, y quizás para siempre, del viejo embrollo entre Israel, la Autoridad Palestina y los sinpatria gazatíes.
Antes de la creación del Estado israelí, en Europa y en algunas naciones árabes, ser judío significaba regirse por principios religiosos o por afinidades con las construcciones éticas, tradiciones, filosofía y cultura a partir de la herencia mamada en casa o en la escuela. Todo un tinglado: judíos religiosos, judíos laicos, askenazíes, sefardíes, turcos y una basta amalgama de quienes procedían de los países árabes. Las diferencias entre unos y otros eran, y siguen siendo, abismales y, en muchas situaciones, detestables: me refiero al grupo de fanáticos. Esa melange es inmensa: idiomas diferentes, colores de piel distintos, pelo rizado, pelo lacio, ojos azules, ojos cafés, familias pequeñas las de naciones como Alemania o numerosas como las procedentes de Siria. Antes de 1948, fecha de la fundación de Israel, los judíos eran apátridas; en algunas festividades, en el yiddish de los europeos, en el judeoespañol o ladino de los sefardíes asentados en los Balcones o en Turquía, y en el árabe de la judería de las naciones árabes, se repetía, cada año Hashaná ába be Israel —el año siguiente en Israel—. Deseo milenario, necesidad imprescindible.
La diferencia entre los idiomas era como la descrita en la Torre de Babel, el relato bíblico que intenta explicar las razones por las cuales los pueblos hablan diferentes lenguas. Así con los judíos europeos, en cuyo útero los pequeños escuchaban alemán o ruso, o el de sus hermanos de otros países, en cuyo vientre se vivía en ladino o en árabe. Sin lenguaje común es imposible entenderse: el mundo contemporáneo es buena muestra de la imposibilidad de las palabras, de las enfermedades de la humanidad.
Amén de los idiomas lo mismo sucedía con las costumbres, la cultura, las profesiones, la comida, la religiosidad, las escuelas, la tendencia o no a la asimilación, la sensación de pertenencia a un país como sucedía con los oriundos en Alemania o en Siria, o la necesidad de migrar por el antisemitismo incluso antes del Holocausto como ocurrió en Ucrania o en Polonia. Imposible olvidar el sentido poema de Yevgueny Yevtushenko, Babi Yar (1961), cuyas palabras describen la matanza de 33,771 judíos en Kiev, en una sola operación llevada a cabo por alemanes y ucranianos antisemitas. El mismo Kiev donde nació mi madre y estuvo escondida dos años en un sótano debido al antisemitismo. El mismo Kiev donde vio su origen el término genocidio gracias a Raphael Lemkin y el de uno de los impulsores del término Crímenes de Lesa Humanidad, Hersch Lauterpacht, también ucraniano.
“Lo judío” se modificó en 1948 cuando se creó Israel. Su existencia, amén de servir como hogar para quienes lo perdieron en el Holocausto o para los judíos expulsados de los países árabes tras la Guerra de Independencia, modificó el mapa y las percepciones del mundo hacia los judíos, de ellos mismos y de los palestinos/árabes que habitaban ese territorio. El espacio se agotó. Las disquisiciones previas como antesala para conversar sobre los muertos inocentes en Israel y en Gaza. Regresaré la próxima semana.