Escribir conlleva alegrías y riesgos. Hablar es menos riesgoso. Las palabras escritas se quedan; los diálogos orales pernoctan un tiempo en la memoria, en ocasiones para siempre, y otras veces desaparecen o se deforman. Coger la pluma y escribir o escribirse es un espacio sui géneris y con frecuencia necesario. Verterse por medio de las letras acompaña; la mayoría de las veces es terapéutico. La palabra escrita, a diferencia de la oral, no se fuga, permanece: se puede leer y releer.
No desprecio, huelga decirlo, los diálogos orales vía telefónica o por medio de los (casi) incontables artilugios actuales. No los desprecio. El problema es distinto. La comunicación o incomunicación vía chats orales o por medio de algunas palabras apenas palabras vía tuits tiende a suplir el contacto fundamental de las palabras escritas. Las disimilitudes entre ambas maneras de comunicarse con el mundo y con uno mismo deviene otra “forma de estar”. Quienes escriben diarios lo saben: entrar en ellos, transcurridos algunos años, permite mirar y mirarse desde ángulos diversos. Excelentes radiografías de uno y del mundo son los diarios, y eran, en el pasado, las cartas de papel, las de los carteros en bicicleta acompañados por el silbido cuyo pitido anunciaba su llegada.
Hablar, por supuesto, es necesario; hacerlo permite escuchar, cualidad, lamentablemente, casi en desuso. La escritura no compite con la voz, son espacios diferentes. El quid de estas mínimas reflexiones no confronta ambos espacios; invita a pensar, no más, en el escuálido aprecio que se tiene en la actualidad por la “escritura escrita”, aquélla que aprendían los pequeños en la escuela, donde el maestro explicaba que la cola de la a debe unirse al apéndice de la m y la cola de ésta al apéndice de la letra o cuya cola, al juntarse con la trompa de la r conforma la palabra amor. Gran ejercicio la escritura manual, ahora casi abandonada por los nuevos aparatos, cuyas letras (autistas) se escriben una a una sin tener en cuenta su dependencia ni con la previa ni con la última letra. Los expertos en enseñanza y educación tienen razón: el cerebro de los pequeños se desarrolla cuando la escritura inicial, manuscrita, exige que una letra le hable a otra, y otras más se unan para construir palabras, ideas, anhelos, enojos.
Escribir forma. Escribir reta. El texto público es, aún en tiempos arduos, o más bien, por eso, una invitación a pensar, concordar o disentir. Los escritos privados, los de algún diario o los desperdigados entre libros, cuadernos o cajones conforman una radiografía única, cuyo contenido permite mirar en muchas direcciones y reflexionar sobre aciertos y desaciertos, ya sea en compañía de la soledad o al lado de amigos y seres queridos.
En Diario italiano 1840-41, John Ruskin cavila e invita, “Es muy fastidioso llevar un diario, aunque también una gran delicia haberlo llevado”. Ruskin guarda razón: es fastidioso pero es productivo. Las escuelas primarias, deberían, sugiero, contar con una materia intitulada Diarios, donde los pequeños, dependiendo del grado, escribiesen veinte, treinta o cincuenta palabras por día. Ejercicio sano, una suerte de “psicoanálisis escolar sencillo” sería que cada mañana tres o cuatro alumnos leyesen sus reflexiones, y de ser posible, si hubiera tiempo, fueran motivo de algunos breves comentarios por parte de sus compañeros.
Hasta aquí. Escribamos. La escritura borda, forma, construye. En un mundo rápido es necesario el mundo del papel tachado, borrado, roto y corregido.