Un breve comentario sobre una vieja obsesión: el Poder que tienen los poderosos, i.e., naciones, iglesias, sistemas sanitarios e, inter alia, políticos e “intelectuales” vendidos para decidir cuándo es momento para desclasificar sus archivos, atenta contra la sociedad. Comprendo, no del todo, a pintores o escritores que solicitan no abrir sus archivos hasta cincuenta años después de su fallecimiento. Los archivos no desclasificables —la Real Academia de la Lengua debería agregar la palabra— hasta cincuenta o más años tras la muerte del autor deben esconder verdades no gratas. Desclasificar, explica el Diccionario de la Real Academia, significa “Levantar el carácter secreto o reservado de un documento”. Secreto y reservado no son sinónimos de esconder, pero, ¿qué esconden? Si guardan actos contra personas o instituciones, la “inmunidad de la desclasificación” (o más bien, la inmundicia), debería retirarse. Mi obsesión e inquina se basa en:
Quienes solicitan guardar sus documentos deciden, por medio de un escrito, cuándo desclasificar.
Lo hacen en forma arbitraria. Tienen su derecho, salvo cuando la información sea vital para los vivos relacionados con el documento.
Los dueños de los certificados deciden el tiempo adecuado para desclasificar cuando sus intereses y sus temores lo permitan, es decir, cuando se sientan menos amenazados, o ergo, hayan muerto al igual que parte de su progenie.
Abrir “tardíamente” archivos puede favorecer la impunidad.
Al desclasificar a destiempo, por ejemplo, en el rubro vinculado con experimentos médicos no éticos, muchas víctimas habrán muerto.
Si no hay a quién preguntar, y los archivos se encuentran blindados, las personas relacionadas con el documento seguirán libres y sus actos permanecerán en el anonimato.
Muertos algunos, inencontrables y anónimos otros, la tardanza en desclasificar perpetúa ciclos viciosos: los responsables se protegen a sí mismos y a sus familiares al no permitir desclasificar.
Pocos, casi nadie, han sido castigados gracias a la desclasificación de archivos.
Desclasificar “pronto” podría aliviar “un poco” el dolor de los familiares de las víctimas, o bien, encarcelar políticos, enjuiciar a sacerdotes, imames o rabinos abusadores, exhibir a “intelectuales” cuyos textos son recompensados jugosamente, perseguir a militares asesinos, y, como en otras ocasiones, lo que desee agregar el lector.
Al anunciarse la desclasificación de algún archivo, ¿se debe creer que todos los documentos serán expuestos? México como ejemplo: en política priva la mentira.
Los políticos y sus políticas hacen hasta lo imposible por no desclasificar. A Henry Kissinger y a Yasser Arafat, por ejemplo, se les debería retirar el Premio Nobel de la Paz. Eliminar post mortem títulos honrosos disminuiría un poco, en tiempos negros como el actual, el dolor debido a las enfermedades del mundo. ¿Existen archivos sobre Marcial Maciel?: si la respuesta es afirmativa, bien habrían hecho los papas previos o el actual, Jorge Mario Bergoglio, en desclasificarlo y publicar un texto sobre su satrapía, no hoy, ayer. Y, ¿qué decir de los sistemas de salud cuyos experimentos han vejado, y vejan, a “los voluntarios”, sobre todo africanos, cuyas firmas —muchos no saben ni leer ni escribir— las estampan en documentos en idiomas ajenos al suyo?
Desclasificar no figura en los índices de los libros de bioética ni en los manuales de política, ni en los códigos de iglesias, sinagogas o mezquitas. Debería añadirse el affaire desclasificar.