Moisés, Helen: Copio el título del escritor israelí, Etgar Keret, quien le escribió una misiva a su madre fallecida cinco años atrás. Mi carta busca otros derroteros; mis padres murieron hace “muchos años”: la orfandad no sólo se mide por el número sino por la cantidad de recuerdos y por la carga del presente. El correr del tiempo, mis vivencias durante la infancia, la juventud y mientras conviví con mis progenitores forman parte de mi esqueleto, de mi mirada, del mundo de ayer y sobre todo del de hoy.
Judíos europeos fueron mis padres. Durante una de las oscuridades del continente, entre 1939 y 1945, murieron millones de personas. Entre los Kraus y los Weisman desparecieron decenas de familiares.
Los muertos sin tumba nunca mueren del todo. Padre: te recuerdo en mi cuarto mientras yo leía: eras una compañía silenciosa, perdido entre las nieves y los bosques de tu Polonia; seguro veías a tus krauses: en sus calles, otrora tuyas, quedó un reguero de muertos y recuerdos imborrables, unos crudos —tus hermanas asesinadas— y otros, como el de los soldados polacos que te golpearon por ser judío. Casi nunca hablaste, no podías. México te albergó, con el corazón, a ti y a la familia que construiste con mi madre. Hijos y nietos mexicanos te regresaron a la vida.
Helen, madre, tú fuiste una de mis escuelas: la resiliencia era tu motto. No lo pregonaste, lo viviste, lo vivimos. Dos años perviviste en Lvov, al lado de tus padres y una hermana en un sótano de tres metros por tres. Sobrevivieron porque el destino así lo dispuso, o bien, por la falta de perros buscadores de judíos escondidos. Nuestra casa fue un remanso de equidad: comida, zurcidos, abnegación, modestia, en fin, una morada hermosa. A tus hijos y a tu esposo les brindaste lo mejor de ti: te entregaste sin cortapisas.
Cuando hicimos juntos un libro te pregunté si odiabas a los nazis, me respondiste “no”. Esas dos letras fueron parteaguas en mi vida: hacer de lo malo algo bueno y verterse en los otros debería ser escuela.
Hoy, Moisés y Helen, muertos como están, tengo la urgencia de escribirles. La judería en el mundo enfrenta tiempos complicados. Israel, enfrascado en una lucha contra siete frentes se encuentra escindido. Su dueño, el aborrecible Netanyahu, ha dividido a la nación: unos lo veneran, otros lo odian. Un año de guerra es un año de guerra: cadáveres de niños palestinos e israelíes, antes de siquiera saber su nombre anegan las tierras.
Hoy, Helen, tu dolor no encontraría pócima: un niño inocente, asesinado, sea gazatí, israelí o libanés duele más allá del dolor. Con tu modestia acostumbrada hubieses preguntado, ¿por qué?, ¿hasta cuándo? Te respondo: me invade el desasosiego y la desesperanza. Dos razones son mis razones: Hamás, Irán y Hezbolá tienen inscrito en su constitución desaparecer a Israel. Cuando tus vecinos enseñan a los niños en la escuela a odiar a los judíos y destruir tu casa, es imposible hablar. Los túneles de Hamás en vez de haber sido escuelas, son testigos del odio hacia Israel. La impotencia, mía y de ustedes, padres muertos, aniquila, hunde. Mientras a Netanyahu sólo le preocupe Netanyahu y a su lado militen religiosos ultras, el diálogo es mera entelequia. El drama es irresoluble: ocupación versus el deseo de desaparecer a Israel.
Moisés: a ti te golpearon en el ejército polaco por ser judío. Helen: a tu hermano lo asesinaron: yo llevo su nombre. Padres: les tengo malas noticias: El antisemitismo, esa lacra viva y pertinaz, invade al mundo con celeridad.
Helen, madre, Moisés, padre: la muerte, lo sé como médico, no siempre es mala. La muerte, por ser judío escuece. Y lo peor, queridos progenitores, ¿cómo se los digo?: el antisemitismo no tiene remedio.
Médico y escritor