Un eslogan muy repetido en la academia, al menos en medicina, reza, Publish or perish —publicar o perecer—, cuya idea es, a la vez, simple y voraz: los académicos, si desean ser respetados y reconocidos en universidades u otros centros, deben publicar. Simple por obviedad: los investigadores tienen la obligación de escribir textos en revistas: a eso se dedican. Voraz porque no hacerlo significa mediocridad. Entre una y otra idea el universo es inmenso. Se goza o no de prestigio cuando se publica. Algo así como “dime en dónde y cada cuándo publicas y te diré cuánto vales y si mereces o no respeto”.
Investigar es faena ardua. No siempre se comprueban las hipótesis. Digno de mención es la aparición reciente de LetPub, revista dedicada a retracciones, eliminaciones y paper mills —no hay traducción exacta, “mandar a la papelera—, cuyo leitmotiv es mantener la calidad de las investigaciones y evitar el fraude; el propósito de LetPub consiste en eliminar trabajos mal llevados o fraudulentos.
La idea original, Publish or perish, no explica si la revista recipiendaria debe ser de calidad o puede ser cualquier boletín. Publicar en revistas muy citadas es complejo. Hacerlo en las de cuarta división es más fácil. Si bien algunos de los textos publicados en Science, Cell, Nature, The Lancet o New England Journal of Medicine perduran y son citados múltiples veces, no todos corren la misma suerte. Incluso algunos son retirados de los índices por timo o por haber falseado los datos. El destino de las publicaciones en las revistas de cuarta división suele ser el olvido.
El peor rincón del universo científico es el fraude. Imposible soslayar la realidad: el ser humano es fraudulento por naturaleza, ya sea por copiar a sus pares sin recato, sin ética y sin auto interrogarse, “¿se debe o no se debe por costumbre, o, pregunto, ¿acaso existirá un gene encargado de falsificar? La realidad es la realidad: el fraude es un mal in crescendo. Comparto un ejemplo reciente. The Lancet y The New England Journal of Medicine son el zenit de las revistas médicas. Son las más afamadas y seguramente las más leídas. Las dos tienen historia, tanto por el año en que se publicaron por primera vez (The Lancet en 1823 y The New England… en 1812), como por la gran calidad de su grupo editorial. Ambas tienen un factor de impacto muy alto, instrumento encargado de medir la repercusión de los artículos publicados en la comunidad científica. Escribir en ellas es un honor.
En 2020 tanto una como otra, en medio de la tormenta provocada por Covid-19, publicaron sendos artículos donde concluían que dos fármacos —cloroquina e hidroxicloroquina— no servían para tratar la infección amén de producir lesiones cardiacas. Los autores de los dos trabajos laboraban en centros de excelencia. La pregunta fundamental, ¿cómo es posible que los editores de estas revistas, así como el panel de revisores no se hayan percatado de los errores? surgió después de que algunos avezados lectores detectaron pifias en los trabajos. El desaire y el encono fue enorme: uno de los investigadores, Sapan Desai, director ejecutivo de la empresa Surgisphere, mintió y modificó su currículo. El fraude se debió al mediocre trabajo de los investigadores y al afán de Desai de incrementar su fama.
El fraude de Desai fue inmenso. Su empresa había afirmado que se había asociado con investigadores en universidades de élite afincados en Harvard, Stanford, Chicago y Utah. Al evidenciarse el timo las universidades aseguraron no tener relación formal con Surgisphere. El fraude persiste. De ahí el valor de revistas dedicadas a evidenciar mentiras. “Publicar o perecer” es una enfermedad vigente. La sociedad depende en algunos rubros de la honorabilidad de los científicos.