Siendo este un gobierno que enarbola como su principal seña de identidad el humanismo, uno no puede sino reconsiderar qué ha sido este ismo entre nosotros. Se entiende que, en términos universales, el humanismo contiene tantas y tan buenas cosas que resulta difícil resumirlas; no obstante, todos sabemos que, por un lado, apela a la dignificación renacentista del hombre a partir de los mejores valores que nos legó la antigüedad clásica. Hecho doctrina, hay un humanismo que integra esos valores convirtiéndolos en el eje de la libertad y racionalidad que el hombre, sin necesidad de dioses y religiones, debe asumir para su progreso como especie.
Pero desde luego, también está el humanismo cristiano, guiado por los valores de este, siempre con miras a la mejoría del alma y del mundo. Es “un superhumanismo o sobrehumanismo teocéntrico, pero hondamente enraizado en el fecundo limo primordial”, como decía el erudito Gabriel Méndez Plancarte en su libro “Humanistas mexicanos del siglo XVIII” (dedicado a figuras como Francisco Xavier Clavijero, Andrés de Guevara, Francisco Xavier Alegre y otros jesuitas más expulsados del país en aquella centuria).
Por cierto, ya que este erudito sacerdote michoacano fue uno de los primeros en exaltar (y con poderosas luces) a los humanistas mexicanos, conviene citar lo que decía de estos, quienes al verse exiliados o perseguidos por el poder despótico español confirmaron su “acendrado mexicanismo”: “Su actitud frente al régimen colonial es, desde luego, actitud de despego y casi diríamos de «extrañeza»: hablan de los españoles como quien habla de extranjeros, no de compatriotas. Pero tampoco se sienten indios ni sueñan con un imposible retorno al imperio azteca. No son españoles; no son aztecas: ¿qué son entonces, y cuál es su patria? Son, y quieren ser, mexicanos: nada más y nada menos”. Los humanistas mexicanos que estudió Plancarte con gran acierto verían cuando menos con horror las folclóricas y absurdas reivindicaciones de Morena en estos temas (frente a los que supura odio, resentimiento e incomprensión de nuestra historia).
Pues bien, tal vez hay tantos humanismos como humanos sobre la tierra. Pero es un hecho que todos estos humanismos, reconocidos claramente entre sí, pueden dialogar y hasta acordar posturas únicas frente a cuestiones que tienen directamente que ver con los derechos humanos o la más elemental decencia. Socialistas y cristianos, sindicalistas y patrones, gentes de muy diversos credos políticos o ideológicos se han identificado frecuentemente (y hasta sin saberlo) con los valores generales del humanismo, que en definitiva están directamente vinculados con el conocimiento, la verdad y la justicia, los derechos y las libertades del hombre.
Pero no hay, no puede haber, un humanismo marrullero. Sabemos que los políticos en México han sido casi siempre marrulleros, pero por muy grandes que fueran sus marrullerías nunca osaron ostentarse como “humanistas”. Decir “soy político”, como profesión, ya de suyo necesita cierto aplomo para no avergonzarse. “Es político”, dice la gente de a pie, y con eso se puede querer decir un conjunto de términos nada halagüeños (corrupto, manipulador, mentiroso, ladrón, etc.), que terminan siendo sinónimos del ejercicio político en la cultura popular.
En su infaltable “Inventario general de insultos”, Pancracio Celdrán dice que marrullero quiere decir lo siguiente:
«Adulador que echa mano de todo tipo de halagos, fingimientos y zalemas para liar, embaucar y enredar con astucia a la gente; liante de buenas palabras, que pone su pico de oro al servicio de tramas inconfesables […] Corominas, en su Diccionario Crítico Etimológico, deriva el término del verbo “arrullar, adormecer al niño” […] El marrullero no sólo se lleva el gato al agua con buenas palabras y adulaciones, sino que si esto le falla recurre a procedimientos menos suaves, sin emplear nunca la violencia, pero sí provocando el caos, el barullo y la marrullería o situación de engaño y trampa, en los escenarios de su actividad».
Todas estas acepciones y prácticas las encuentro en el “humanismo” de Morena. Un Presidente que ha enredado a millones de mexicanos en una maraña de mentiras y “otros datos” en prácticamente todos los asuntos de su gobierno y de Estado (confundiendo unos y otros, invariablmente); que se extiende en sus discursos, ociosa y pobremente, para que sus invitados (otros mandatarios) no puedan responder ninguna pregunta, y menos las que puedan resultarle espinosas; una gobernante de la CDMX que militariza de forma paranoide el Metro para eludir su responsabilidad y encontrar cosas “fuera de lo normal”, cuando lo único anormal es su mantenimiento, la austera desgracia de no refaccionar ni supervisar este servicio de transporte; una ministra de la Suprema Corte de Justicia que se mantiene en el cargo a pesar de que se ha acreditado de forma ya institucional que falsificó su tesis de licenciatura, es decir, que sigue siendo ministra de justicia (en tanto escribo esto, al menos) contra la que dice la UNAM, la Constitución y la más elemental dignidad (¿en qué poder autoritario confía para ello?), y así las últimas noticias del “humanismo” en marcha…
Todo eso es, por lo menos, marrullería. Pero los ejemplos añejos y más recientes aquí comentados, sin embargo, me hacen pensar en algunas variantes. Vuelvo a la obra de Celdrán y me aparece una figura que acaso refleja mejor lo que vivimos: el bellaco, que él define como el «pícaro y marrullero, astuto y sagaz, desagradecido y traidor, que todo lo pone al servicio de su ruín condición con tal de medrar».
Eso: ruines, sobre todo, para seguir medrando. No hay nada como la exactitud de las palabras. Les diremos “humanistas” en son de broma, pero marrulleros o bellacos absolutamente en serio. Son casi sinónimos, pero que el lector elija.
FB: Ariel González Jiménez