Fue José Ayala Espino, mi maestro y amigo de la Facultad de Economía, quien me movió a leer El señor de las moscas , la famosa novela de William Golding. Había visto la película, pero entendí que, como suele ocurrir, la lectura del libro brindaría muchos otros detalles que la cinta no podía presentar cabalmente.
La historia, como se sabe, gira alrededor de un grupo de niños que sufren un accidente aéreo y caen en una isla desierta sin ningún adulto que los asista. La trama, robinsoniana en principio, no se ocupa principalmente de la aventura que representa sobrevivir en esa isla, sino en cómo habrán de hacerlo: la forma en que tendrán que organizarse estos chicos y las reglas que deberán concebir para tal fin, como una sociedad en ciernes. “Hay que tener reglas. Después de todo, no somos salvajes”, dice un niño, Jack, que será por cierto quien primero las quebrante.
La metáfora social de Golding comienza con un tema fundamental: el uso de la palabra. Así, resuelven que todos, los más grandes pero también los más pequeños, pueden expresar su opinión y, cuando lo hagan, sostendrán el caracol que usó por primera vez el niño Ralph a manera de corneta para encontrar y reunir a los sobrevivientes de la tragedia. (Ralph es “ bastante grande como para servir de eslabón con el mundo adulto de la autoridad”).
En El señor de las moscas, el autor indaga sobre cómo una pequeña comunidad de infantes, aparentemente inocente y libre de toda perversidad “adulta”, debe debatirse –como ha sucedido siempre, a lo largo de la historia de la humanidad– entre dos tendencias muy claras: civilización o barbarie. Y su conclusión, contra lo que hubiera planteado Rousseau (para quien el hombre es bueno por naturaleza y es la sociedad la que lo malea), es que sobrevivir y convivir, aun en un entorno en el que tiene prácticamente todo (agua, comida, etc.), es una hazaña cultural que no siempre se puede alcanzar en forma pacífica, puesto que más bien, como lo advirtió Thomas Hobbes, prácticamente bajo cualquier circunstancia el hombre tiende a ser el lobo del hombre.
En la novela de Golding, lo que vemos en pequeña escala es cómo va surgiendo el caos, cómo se va imponiendo la violencia y el miedo, la ley del más fuerte y una irracionalidad primitiva que nadie hubiera podido prever en un contexto que originalmente parecía paradisiaco: niños en una isla desierta.
De forma por demás pertinente, mi amigo José Ayala usó un fragmento de esta novela como epígrafe para su libro Instituciones y economía. Una introducción al neoinstitucionalismo económico (FCE, 1999). El pasaje que eligió es uno de los más reveladores de cuanto sucede en la isla que imaginó Golding: aquel en que uno de los chicos, Piggy, se pregunta: “¿Qué somos? ¿Humanos? ¿O animales? ¿O salvajes? ¿Qué va a pensar la gente mayor? Ir de cualquier modo… cazar cerdos… dejar que el fuego se apague…” Piggy entonces es interrumpido por Jack:
—¡Tú cállate, tú, gordo zángano!
Ralph se incorporó de un salto.
—¡Jack! ¡Jack! ¡No tienes el caracol! ¡Déjalo hablar! La cara de Jack surgió a su lado.
—¡Y tú, cállate! ¿Quién eres tú después de todo? Sentado ahí… diciéndole a la gente qué debe hacer. No sabes cazar, no sabes cantar…
—Soy el jefe. Me eligieron.
—¿Y qué importa?
—Las reglas es lo único que tenemos.
—¡Al diablo con las reglas! Somos fuertes… ¡cazamos!
Si pudiera volver a conversar con mi difunto amigo José Ayala, seguro estaríamos de acuerdo en que las reglas, las leyes y las instituciones nunca han sido precisamente el costado más fuerte de nuestro país. Sin embargo, también
creo que veríamos que en la actualidad las cosas se están tornando sumamente oscuras y peligrosas, sin que mucha gente lo advierta o le preocupe.
El señor de las moscas se ha instalado (y no de ahora, es cierto) en nuestro país. Jack (que no es el señor de las moscas, aclaro) ha sido electo jefe y hay que reconocer que no engañó a nadie: ya desde que era candidato, abiertamente mandó al diablo las instituciones. Y ya que gobierna, no hace sino confirmar, a diario, su desprecio por las reglas. Desde luego, en un ambiente tan enrarecido, con la muerte (por enfermedad o crimen) acechándonos a diario, no es el único que abomina de las instituciones. Algunos de sus opositores –yendo proverbialmente contra las reglas– desean que se vaya antes de que termine su mandato; otros más, fustigan y descreen del árbitro que hasta Jack (a regañadientes, pero implícitamente) ha tenido que reconocer (el INE).
Por lo demás, la violencia se ha apoderado del país. Diariamente alguna salvajada, en todas partes, arrebata la vida a muchos ciudadanos por unos cuantos pesos y objetos que sólo pueden malvenderse. Las armas incluso se rentan para que muchos delincuentes salgan a cometer atrocidades. La policía y hasta la Guardia Nacional, no pocas veces son cómplices de los criminales; otras veces son ellos mismos los que actúan como tales.
Las calles, el trabajo, el transporte y hasta las casas donde viven son espacios temibles para muchas mujeres, víctimas de violencia en todos los grados imaginables sin que haya autoridad capaz de responder eficazmente a sus reclamos. Jack, para empezar, no cree en ellas. Las ignora o francamente las desconsidera. Por otro lado, sin embargo, la causa de las mujeres, justa sin duda, se ve frecuentemente ensombrecida por actos vandálicos que algunos (y algunas, como gustan añadir siempre las buenas conciencias de la corrección política, que de eso está lleno el país) justifican contra todo principio elemental, contra las reglas...
Frente a la impunidad va ganando terreno, cómo no, la respuesta violenta de las víctimas o de quienes dicen defenderlas, el ojo por ojo, los linchamientos, la barbarie vista como solución. A Jack eso le da igual, siempre y cuando no atenten contra su Palacio.
También tenemos a un médico brujo, incondicional de Jack, que desoye a los expertos de dentro y fuera del país: la gente sigue muriendo sin control por una enfermedad que él y su jefe minimizaron. Su respuesta a las críticas es la burla, la ironía. Y tiene un gran público que le aplaude y lo vitorea, igual que a Jack. La muerte pasa de largo, como si nada.
Los que se horrorizan (desde la prensa o cualquier otro ámbito) son como los “niños llorones” de los que se mofan Jack y sus compinches en la novela de Golding, aunque las más de las veces se los presenta como corruptos y conservadores, dos palabras con las que Jack descalifica a todos sus críticos.
Pero a todo esto, ¿quién es el señor de las moscas? Muchos sabrán que se trata del mismísimo Belcebú, aunque conviene precisar que su nombre deriva del hebreo Ba’ al Zebûb, forma en que se hacía referencia a los enjambres de moscas que rodeaban la carne putrefacta en los templos donde se hacían sacrificios.
Ahí donde la descomposición avanza, donde los problemas se acumulan como la sangre en nuestras calles, donde las reglas se quebrantan todo el tiempo hasta convertir esta práctica en la regla misma, llega el señor de las moscas.
Ya está entre nosotros.
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@ArielGonzlez
FB: Ariel González Jiménez