El asunto no es fácil de contar, entre otras cosas porque para hacerlo cabalmente tendrían que intervenir miles de voces, todo un coro de gritos e historias humanas muy distintas entre sí pero unidas por la misma tragedia. Mi caso no es único, es parte de los más de 120 mil desaparecidos en México, apenas un número, es cierto, porque cuando el terror invade a un país todo empieza a queda en cifras y estadísticas.

Cuando ya eres sólo un número sabes que el infierno ha abierto sus puertas. El crimen alcanza contigo un nivel industrial, masivo; tu nombre y rostro se pierden en la suma total de la que hablan los noticiarios. Sería un dato espeluznante para otras latidudes, pero en nuestro México ya hemos rebasado tantas líneas rojas que todo parece normal. Ahora lo veo claro: otra puerta del infierno es la indiferencia, a muchos no les importa hasta que les toca de cerca. Otros más no quieren ver lo que sucede, miran para otro lado y no faltan los que han decidido no creer nada. A los muertos y desaparecidos nos amenaza el olvido, eso que viene a darle la victoria definitiva a nuestros verdugos y sus cómplices. El olvido es la verdadera muerte, la desaparición absoluta.

Me disculparé por tomar prestado (parafraseándolo) el título de una serie documental de televisión que cuenta cómo algunas víctimas dejan tras de sí diversas pistas que conducen hasta sus asesinos. El tema es muy conocido por los criminólogos y forenses que siempre, con razón, dicen que los muertos hablan. Pero en el caso de los desaparecidos las cosas suelen ser más complejas. Eres un desaparecido cuando te esfumas de repente, como si te perdieras en el limbo. En teoría no estás muerto, pero tampoco se puede confirmar que vives; todo lo que se sabe, si bien te va, es cuándo se te vio por última vez, con quién estabas, qué hiciste, a dónde ibas, cómo ibas vestido (esto es crucial, como luego veremos).

Si estás solo o nadie te extraña, estás desaparecido del modo más rotundo y, por lo mismo, ta vez ni siquiera oficialmente estás considerado como tal. No eres ni siquiera un número más, te hallas perdido por completo. Eso tiene como única ventaja que no dejas a nadie sufriendo interminablemente.

Pero no es el caso de la inmensa mayoría. Los desaparecidos en México suman legiones y quienes nos buscan o esperan son muchas más, porque se multiplican a través de madres, padres, hermanas y hermanos, esposas, hijas o amigos que preguntan por ti, salen a la calle, indagan, recorren morgues; luego van con palas a las fosas comunes y se abre entonces un silencio abismal de horas, días, meses y años.

En cierto sentido la desaparición supera a la muerte, porque deja esa profunda perturbación acerca de cuál ha sido tu destino. ¿Vives? ¿Moriste? Y si así fue, ¿cómo ocurrió? ¿por qué? Los únicos que lo saben son tus verdugos. Y los únicos a los que no les importa cuál fue tu suerte es a ellos y a sus cómplices en las polícías, la Guardia Nacional o el Ejército.

Por todo el país se han venido encontrando nuestros restos. Y cada vez queda más claro que tras nuestra desaparición hay muchos otros horrores: secuestro, trabajos forzados, tortura, indecibles humillaciones y ultrajes que preceden muchas veces a la muerte. Antes fue San Fernando, Tamaulipas, y ahora es Teuchitlán, Jalisco, pero esta vez de algún modo reaparecimos: nos manifestamos en cientos de zapatos, valijas y mochilas, carteras, incluso cartas, fotos o apuntes, además de la sangre, los restos cremados y los huesos de siempre. Todo eso delata a nuestro verdugos y a quienes los han consentido y hasta abrazado por años.

Todos ellos no nos perdonan que hayamos reaparecido, así sea a través de unos tenis o una mochila. Los enloquece que no nos hayamos ido del todo, que algo quede de nosotros. Algo que potencia nuestro recuerdo y la indignación de nuestras madres, esposas o hijos, y de toda una sociedad que empieza a estar horrorizada por tener un país plagado de crematorios y cementerio clandestinos.

No nos perdonan haberlos atrapado. Sé que no los atrapamos literalmente –y que eso difícilmente sucederá– , pero los hemos exhibido en toda su miseria y capacidad de manipulación. Negarlo es mejor para ellos y sus voceros, pero no les va a resultar fácil. Seguiremos reapareciendo de una forma u otra, como fantasmas si es preciso, hasta que México conozca la verdad y llegue por fin la justicia.

@ArielGonzlez

FB: Ariel González Jiménez

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