Una nación empieza a consolidarse y tener un lugar en el mundo cuando reconoce su arte, su talento, su inteligencia. Podrá tener un gran territorio, una lengua hablada por millones o una gran historia común, pero si no es capaz de ver a sus mejores hombres y mujeres, a quienes han producido su música, escrito algunas de las mejores páginas de su literatura o reflexionado sobre los caminos de la ciencia y la filosofía, nunca adquirirá plena identidad. Este ejercicio digamos de autoconocimiento viene a ser parte medular de la conciencia nacional; y, conforme la sociedad va madurando, se perfila también la enorme pluralidad que necesariamente la enriquece.
Las instituciones educativas y culturales de las que México supo dotarse pasada la Revolución, son un claro ejemplo de todo lo anterior. El eminente historiador Javier Garcíadiego acaba de pasar revista, en una ceremonia solemne por los 80 años del Colegio Nacional, a todo este entramado de instancias sin las cuales no se explicaría el rostro cultural del país, que es a fin de cuentas su rostro más visible: el Colegio de México, el INAH, el INBA, el Fondo de Cultura Económica y, por supuesto, entre otras más, el propio Colegio Nacional, fundado en 1943.
Garcíadiego celebró este aniversario del Colegio Nacional, al que él mismo pertenece, volviendo a sus orígenes y a sus primeros protagonistas. Entiendo que esta aproximación suya a la historia de la institución forma parte de un trabajo más amplio que pronto veremos en las librerías. Ojalá. Mientras eso sucede, recojo algunas impresiones de su destacada intervención del pasado martes 16, precisamente en el recinto de este Colegio nacido con un lema —acuñado por el maestro Antonio Caso— que le ha servido por décadas como declaración de principios: “Libertad por el saber”. Que para mí significa libertad a través del saber, puesto que sólo la palabra y el conocimiento nos pueden inculcar una noción clara de aquella; pero también libertad para conocer, aprender y enseñar. Un lema digno de una enorme institución.
Quisieron los creadores del Colegio Nacional (es decir, los funcionarios de la Secretaría de Educación Pública), que fueran 15 sus integrantes y que estos a su vez pudieran elegir con sus propios criterios a otros cinco, para tener en total 20 miembros. El genial conjunto, diverso y hasta contradictorio, nació hermanado por la pluralidad. Y esta ha sido el santo y seña de la institución durante sus ochenta años de vida, máxime ahora que cuenta con exponentes de nuevas disciplinas que han sido integradas entre los saberes que el Colegio se propone difundir. (Claudio Lomnitz, presidente en turno del Colegio, ha venido haciendo hincapié en este hecho, ejemplificado por la reciente incorporación del computólogo Carlos A. Coello Coello).
Aquellos “padres fundadores”, entre los que destacan Alfonso Reyes, Clemente Orozco, José Vasconcelos, Diego Rivera o Antonio Caso, han dejado un inmenso legado que se ha ido enriqueciendo de generación en generación. Dice Javier Garcíadiego que siempre puede discutirse —y se ha discutido— por qué algunos otros mexicanos de gran talento no formaron parte del Colegio Nacional; en todo caso, resuelve el historiador, puede decirse que seguramente no han estado todos los que son, pero que los ahí reunidos sin duda han tenido siempre méritos incuestionables.
A lo largo de estas ocho décadas, el Colegio ha sido, diría yo, una consistente representación de la inteligencia nacional que ha dado lustre a las artes y las humanidades, pero que también ha acompañado el desarrollo del país examinando sus problemas, aportando soluciones y, desde luego, oteando el futuro. De ahí que en mayor o menor medida, siempre ha tenido el reconocimiento y apoyo de todos los gobiernos.
Las circunstancias en que se desenvuelve hoy el Colegio Nacional son, sin embargo, más complejas. Al igual que otras instituciones que cobijan la inteligencia crítica, ha sufrido en estos años un clima de austeridad inducido por el abierto desprecio a la inteligencia y por la demagógica idea de que los programas sociales (clientelares todos) del gobierno, merecen más atención que la investigación científica, las humanidades y su difusión. Es un error que sólo la pequeñez política y burocrática puede amparar.
Celebro, como muchos otros mexicanos que hemos podido conocer y disfrutar la obra de los prominentes maestros que ha acogido el Colegio Nacional, que esta institución llegue a sus 80 años con gran vigor y entereza intelectuales. Independientemente de los difíciles tiempos que corren, estoy seguro que habrá de continuar su labor y alcanzar nuevos logros. Y esta confianza es la misma que expresó Garcíadiego al culminar su revisión histórica y citar, con gran tino, el insuperable mensaje que alguna vez Agustín Yáñez dirigiera a sus pares, “obligados” todos “al mejoramiento creciente” de nuestro país y a recuperar las lecciones y grandeza de los fundadores del Colegio Nacional: “No nos atemorizamos, vamos montados sobre hombros de Gigantes”.
@ArielGonzlez
FB: Ariel González Jiménez