Desde el Covid-19 hasta la disrupción climática, desde la injusticia racial hasta las crecientes desigualdades, somos un mundo en crisis.
Pero también somos una comunidad internacional con una visión perdurable, plasmada en la Carta de las Naciones Unidas, que este año celebra su 75 aniversario. Esa visión de un futuro mejor —basada en los valores de la igualdad, el respeto mutuo y la cooperación internacional— nos ha ayudado a evitar una Tercera Guerra Mundial que habría tenido catastróficas consecuencias para la vida en nuestro planeta.
Nuestro desafío común es encauzar ese espíritu colectivo y estar a la altura de las circunstancias en este momento de prueba y ensayo.
La pandemia ha puesto al descubierto desigualdades graves y sistémicas tanto dentro de países y comunidades como entre ellos. En términos más generales, ha puesto de relieve las fragilidades del mundo, no solo frente a otra emergencia sanitaria, sino también en nuestra vacilante respuesta a la crisis climática, la anarquía en el ciberespacio y los riesgos de proliferación nuclear. En todas partes, la gente está perdiendo la confianza en las clases e instituciones políticas.
La emergencia se ve agravada por muchas otras crisis humanitarias profundas: conflictos que continúan o incluso se intensifican; números récord de personas obligadas a huir de sus hogares; nubes de langostas en África y Asia meridional; sequías inminentes en África meridional y América Central; todo ello en un contexto de tensiones geopolíticas crecientes.
Frente a estas fragilidades, los líderes mundiales deben ser humildes y reconocer la importancia vital de la unidad y la solidaridad.
Nadie puede predecir lo que vendrá, pero yo veo dos escenarios posibles.
Uno es el escenario “optimista”, en el que el mundo, no sin dificultades, saldría adelante. Los países del Norte Global formularían una estrategia de salida eficaz. Los países en desarrollo recibirían suficiente apoyo y sus características demográficas, en particular la juventud de su población, ayudarían a contener el impacto.
Y tal vez al cabo de unos nueve meses surgiría una vacuna que se distribuiría como bien público mundial, una “vacuna popular”, disponible y accesible para todos.
Si se cumple esta predicción, y si la economía se va reactivando, podríamos avanzar y alcanzar algún tipo de normalidad en dos o tres años.
Pero también hay otro escenario más sombrío, en el que los países no logran coordinar sus acciones. Siguen ocurriendo nuevas oleadas del virus, y la situación en el mundo en desarrollo explota. El desarrollo de la vacuna se demora, o incluso concluye relativamente pronto, pero se vuelve ferozmente competitivo, y los países con mayor poder económico son los primeros en obtenerla, dejando atrás a los demás.
En este escenario, también podríamos ver una mayor tendencia a la fragmentación, el populismo y la xenofobia. Cada país podría avanzar por su cuenta, o en las llamadas “coaliciones de países dispuestos a actuar”, para afrontar algunos desafíos específicos. En última instancia, el mundo no lograría movilizar el tipo de gobernanza necesaria para afrontar nuestros desafíos comunes.
El resultado bien podría ser una depresión global, que podría durar al menos cinco o siete años antes de que surgiera una nueva normalidad, de carácter imprevisible.
Es muy difícil saber cuál de los dos rumbos hemos tomado. Debemos trabajar por el mejor de los casos y prepararnos para el peor.
La pandemia, por horrible que sea, debe ser una alerta que haga comprender a toda la dirigencia política que nuestras hipótesis y enfoques tienen que cambiar, y que la división es un peligro para todo el mundo.
Comprenderlo ayudaría a reconocer que la única manera de afrontar las fragilidades mundiales es emplear mecanismos de gobernanza global mucho más robustos, con cooperación internacional.
Al fin y al cabo, no podemos simplemente volver a los sistemas que dieron lugar a la crisis actual. Necesitamos reconstruir mejor, promoviendo sociedades y economías más sostenibles e inclusivas, en las que haya igualdad de género.
En esa tarea, debemos replantearnos la forma en que cooperan las naciones. El multilateralismo de hoy en día carece de escala, ambición y fuerza, y algunos de los instrumentos que sí la tienen demuestran poca o ninguna intención de ejercerla: prueba de ello son las dificultades que enfrenta el Consejo de Seguridad.
Necesitamos un multilateralismo en red, en el que las Naciones Unidas y sus organismos, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, organizaciones regionales como la Unión Africana y la Unión Europea, organizaciones comerciales y otras colaboren más estrecha y eficazmente.
También necesitamos un multilateralismo más inclusivo. Hoy en día, los gobiernos están lejos de ser los únicos agentes de la política y el poder. La sociedad civil, la comunidad empresarial, las autoridades locales, las ciudades y los gobiernos regionales están asumiendo cada vez más funciones de liderazgo en el mundo actual.
Ello, a su vez, ayudará a promover un multilateralismo eficaz, dotado de los mecanismos que necesita para que la gobernanza global funcione allí donde hace falta.
Un nuevo multilateralismo eficaz, inclusivo y en red, basado en los valores perdurables de la Carta de las Naciones Unidas, podría sacarnos de nuestro sonambulismo y evitar que sigamos deslizándonos hacia un peligro cada vez mayor.
Los líderes políticos de todo el mundo deben responder a esta alerta y unirse para afrontar las fragilidades del mundo, fortalecer nuestra capacidad de gobernanza global, dar fuerza a las instituciones multilaterales y aprovechar el poder de la unidad y la solidaridad para superar la mayor prueba de nuestros tiempos.
Secretario general de la Organización de las Naciones Unidas