La segunda mitad del siglo XIX transformó no sólo la apariencia de la Ciudad de México, también el estilo de vida de los capitalinos. Entre los cambios más fascinantes sobresale la llegada de la telefonía. A principios de 1876, Alexander Graham Bell daba los últimos ajustes al aparato de comunicación a distancia. Un par de años bastaron para que la invención llegara a tierra mexicana. En ese entonces, Vicente Riva Palacio, como ministro de Fomento, se encargó de convencer a Porfirio Díaz de la revolución que implicaban las vías telefónicas. Luego de probarlo a través de una comunicación con la gendarmería de Tlalpan, poblado remoto del centro de la ciudad para aquellos días, el caudillo aprobó el proyecto con la instrucción de que sólo se les daría a las instancias policiacas, pues no advirtió otra finalidad en instalar aparatos de comunicación inmediata. Así, el industrial estadounidense Alfred B. Westrup fue designado responsable.
Westrup representaba la innovación y el cambio, prometía avances para aquellos que lo contrataran y así ofrecía sus servicios en los diarios: “La casa Samuel May & Company, de los Estados Unidos, ofrece a los empresarios que necesitan maquinaria la más moderna, más cómoda y más económica. El sr. Westrup también representa (…) a los fabricantes del TELÉFONO. El sr. Westrup es ingenioso y maquinista, se hará cargo de toda obra de su profesión”.
La eficiencia del teléfono pronto se desplegó a otros ámbitos, para 1880, la orden presidencial se amplió para ofrecer este servicio a otras dependencias del gobierno. Paulatinamente, los más acomodados demandaban la lujosa asistencia, por lo que, en 1882 surgió la Compañía Telefónica Mexicana, cuyas oficinas se encontraban en el seis y medio de la calle Santa Isabel, donde hoy se yergue el palacio de Bellas Artes. Los números que se ofrecían al público no rebasaban las dos cifras, como el perteneciente a Porfirio Díaz, cuya marcación era 64.
Casi una década después, en 1891, las configuraciones telefónicas se habían incrementado a cuatro dígitos y el oficio de operadora se hacía más popular, ya que no se podía llamar directamente a los interesados, la llamada debía enlazarse en una oficina central. Debido a ello, la compañía consideró que los poco más de mil usuarios necesitaban un directorio. La primera edición de éste apareció el 1 de noviembre y se prometió, ante la creciente demanda, su actualización mensual. Un práctico manual se encontraba en las primeras hojas: “Todo suscriptor tiene derecho de hablar con los demás cuando quiera y con el mayor secreto. Al decir en la Oficina Central con quién quiere hablar digan con qué número y no con qué nombre. Esta oficina, todo el día y toda la noche, incluso los días de fiesta, estará a disposición. (…) Se suplica que cuando dos suscriptores concluyan de hablar, cada uno toque su timbre para que caigan las dos placas en el Oficina Central, como señal de que ya acabaron”. El costo de la línea era un único pago de seis pesos con 25 centavos, y otros 10 por gastos de instalación.
La mayor parte de los números correspondían a negocios, pero ya había grandes apellidos entre los particulares, como Dondé, Lascuráin, Limantour y Gayosso. Además, el listado incluía la dirección de los usuarios, dado que el fin de siglo había traído nuevos nombres a las calles. Sin embargo, los habitantes no se acostumbraron a la nueva nomenclatura y las láminas de Rélox, Regina o Plateros pronto volvieron a ocupar su sitio, a lo que sí se habituaron fue al uso, cada vez más demandante, del servicio telefónico.