Mario Vargas Llosa fue un hombre de una rutina férrea. Tenía claro su horario de trabajo y lo respetaba sin cortapisas, planificaba e investigaba a cabalidad los temas que quería contar e, incluso, vislumbró cuándo abandonaría el oficio. De esta manera, "Le dedico mi silencio" (2023), su vigésima novela, fue la última que publicó: “Creo que he finalizado […]. Ahora, me gustaría escribir un ensayo sobre Sartre, que fue mi maestro de joven. Será lo último que escribiré”, dejó constancia en el epílogo; aunque su fallecimiento, dos años después, le impidió reencontrarse con el máximo exponente del existencialismo.
"Le dedico mi silencio" pertenece al grupo de textos narrativos que, de acuerdo con mi amigo Christopher Domínguez Michael, no alcanzaron la excepcionalidad de "La casa verde", "La ciudad y los perros", "Conversación en La Catedral", "La guerra del fin del mundo" o "La fiesta del Chivo": “Sus últimas novelas […] me fueron decepcionando, pero no únicamente porque el nivel alcanzado era tan alto que, artísticamente, sólo quedaba el descenso. También me daba la impresión de que la prodigiosa ingeniería del novelista […] empezaba a fallar debido, sobre todo, al didactismo, la tendencia al mode d'emploi”.
Esta historia constituye el cierre de varios ciclos. Además del retiro, Vargas Llosa se reencuentra, tras su tormentoso romance con Isabel Preysler, con su esposa Patricia —no es casual que se la brinde—, retorna a su país natal, lugar del que “todos los que se van vuelven creyéndose mejores, y sólo para hablar pestes” y regresa a sus apreciaciones sobre las utopías y las mitologías: “Si el Perú abandonara su mentalidad de pura supervivencia y se convirtiera en una nación próspera gracias a su música, acaso iría cambiando también su situación dentro del panorama mundial, logrando infiltrarse dentro de ese grupito de países donde todo se decide, la paz y la guerra, las grandes catástrofes o las alegrías que de tanto en tanto vienen a hacer feliz a la gente”.

Si bien la música había estado presente en varias de sus obras, Vargas Llosa indicó que: “En mi caso, seguramente, hay muchos elementos profundos relacionados con ella, porque siempre he sentido una atracción grande por la música criolla, así que a la hora de escribir es inevitable que se cuele en mis personajes. Pero hasta este momento nunca había sido un asunto tan central de una novela mía. He tenido que esperar a mis ochenta y siete años para que lo sea”.
El libro está dividido en 37 capítulos —marcados por un uso del tiempo casi lineal— que se leen de un tirón. El protagonista es Toño Azpilcueta, un apasionado de este género musical, cuyo estudio combina con su labor docente y con su familia. Su vida cambia cuando asiste a un concierto de un guitarrista desconocido, el talentoso, esquivo y prematuramente fallecido Lalo Molfino.
Así, Azpilcueta se propone redactar la biografía de Molfino (a la par de informarnos acerca de los distintos momentos de la música peruana y sus autores e intérpretes), investigar su pasado y difundir su talento “desprendido y generoso”, capaz de imantar “las almas de todos los presentes al punto de que cualquier diferencia social, racial, intelectual o política pasaba a un segundo plano”, bajo la premisa de que “en un país fracturado y asolado por la violencia del grupo guerrillero Sendero Luminoso, la música podría ser aquello que recuerde a todos los que conforman la sociedad que, por encima de cualquier otra cosa, son hermanos y compatriotas”.