A finales del siglo pasado, la televisión se consolidó como un medio indispensable en la difusión de ideas. Se volvió tan importante que incluso algunos intelectuales, como Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, vieron en ella una oportunidad para llevar la cultura a los hogares. Sin embargo, hubo quienes vieron con sospecha esta incorporación, pues significaba “la nueva hazaña modernizadora: el ingreso de la literatura a los consorcios televisivos”.

En 1981 se comenzó a emitir, a través de la señal Panamericana, La Torre de Babel, un espacio “crítico y actual” conducido por el propio Vargas Llosa en donde realizaba entrevistas y reportajes sobre temas poco comunes de ver en la televisión comercial. Se transmitía todos los domingos a las diez de la noche durante una hora u hora y media.

Las crónicas eran muy variadas, y aunque había “un buen número de episodios sobre el extranjero, la mayoría fueron sobre temas peruanos”. Había secciones dedicadas a la música, a los libros y a las editoriales, al deporte, a los pueblos y a las ciudades, y a personajes, tanto célebres como comunes; dentro de los diálogos que sostuvo con personalidades reconocidas estuvieron Jorge Luis Borges —quien nunca le perdonó haber mencionado que su casa era modesta y con goteras—; la escritora de novela rosa, Corín Tellado; el futbolista brasileño Zico, entre otros.

Ángel Gilberto Adame
Ángel Gilberto Adame

En su libro El hablador (1987), Vargas Llosa cuenta algunos detalles sobre la producción. Era realizada por su primo Luis Llosa, Moshé dan Furgang como editor, Alejandro Pérez como camarógrafo y él mismo.

El nombre seleccionado para el espacio “revelaba sus ingenuas ambiciones: meter en él de todo, hacer un caleidoscopio de temas. Pretendíamos probar a los telespectadores que un programa cultural no tenía que ser obligatoriamente anestésico, esotérico o pedante, sino que podía ser divertido y al alcance de cualquiera, ya que ‘cultura’ no era sinónimo de ciencia, literatura o cualquier otro conocimiento especializado”.

El escritor y sus compañeros se encontraron con múltiples contratiempos durante los seis meses que duró el proyecto: “la mayor parte del tiempo que (…) dedicamos a La Torre de Babel se gastó –se desperdició– no en trabajos creativos, tratando de enriquecer intelectual y artísticamente el contenido, sino intentando resolver problemas a simple vista insignificantes”, como tener que levantar personalmente a los choferes del canal para no llegar tarde a sus citas, conseguir filtros nuevos para las cámaras, el bajo presupuesto que se les destinaba o su apretada agenda. El programa lo consumía por completo: “me olvidé de dormir, de comer, de leer y, claro está, de escribir”.

Luego de 24 emisiones, se decidió concluirlo con una antología que recapitulara todo el contenido, sin embargo, a la idea se le sumó la conversación con Doris Gibson, periodista peruana fundadora de la revista Caretas —uno de los semanarios de investigación más importantes de su época—, a quien Vargas Llosa había querido entrevistar desde el primer episodio y había accedido de último minuto aparecer como invitada.

A pesar de las dificultades, haciendo el balance, Vargas Llosa conservó gratos recuerdos de la La Torre de Babel: “Después de haber pasado por aquella experiencia, cuando me ocurre, alguna vez, ver en la televisión un programa bien grabado y editado, ágil, original, mi admiración no tiene límites. Porque sé que, detrás de eso, hay mucho más que empeño y talento: hechicería, milagro”.

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