El Estado, independiente de su ideología, ha buscado imponer cómo debemos ser, pensar e incluso relacionarnos, sobre todo, con nuestras parejas. Sin embargo, en ese tema, los vínculos interpersonales son del ámbito privado y la responsabilidad de las autoridades sólo es dar legitimidad a nuestros actos, y no sugerir cómo deben llevarse a cabo, y más en un asunto tan debatido como el matrimonio.

Así, los funcionarios, muchos de ellos con un historial reprochable, se convierten en la voz de la moralidad y el amor durante las bodas civiles. Esta incongruencia tiene precedentes en la famosa “Epístola” redactada por Melchor Ocampo en 1859, donde se señalan las virtudes, los derechos y las obligaciones que nacían de la unión; lo curioso es que el prócer nunca se casó y, además, su vida sentimental estuvo inmersa en una vorágine licenciosa.

En 1839, la nana de Ocampo le dio la noticia de que estaba esperando un hijo suyo. El michoacano huyó a Europa eludiendo su obligación. Como consecuencia de ese amorío nació un niño que fue declarado expósito hasta que él decidió incorporarlo de lleno a su vida, al tener 10 años de edad. También procreó otras tres descendientes con las que mantuvo una buena relación.

Ángel Gilberto Adame
Ángel Gilberto Adame

En su hacienda de Pomoca, ya retirado de las vicisitudes políticas, lo sorprendió la traición el 30 de mayo de 1861. Horas antes de ser asesinado, redactó su testamento, en el que reconoció a sus hijas naturales —sin mencionar quienes fueron sus progenitoras—; asimismo, adoptó a su compañera sentimental del momento, que era hija de su administrador.

Aun con sus antecedentes, fue uno de los impulsores más importantes de la “Ley del Matrimonio Civil” de 23 de julio de 1859. A partir de este decreto se definió a este enlace como un contrato civil que se contraía lícita y válidamente ante el Estado. Para ello bastaba que los contrayentes, una vez cubiertas las formalidades, se presentaran ante el Registro Civil para expresar libremente su voluntad. Verificado el asentimiento, el juez leía a algunos artículos y la Epístola.

Entre otras cosas, la carta de Ocampo manifestaba que: “[…] el hombre, cuyas dotes sexuales son principalmente el valor y la fuerza, debe dar y dará a la mujer protección, alimento y dirección tratándola siempre como a la parte más delicada, sensible y fina de sí mismo, y con la magnanimidad y benevolencia generosa que el fuerte debe al débil, esencialmente cuando este débil se entrega a él, y cuando por la sociedad se le ha confiado”.

Mientras tanto, la mujer “[…] cuyas principales dotes son la abnegación, la belleza, la compasión, la perspicacia y la ternura, debe dar y dará al marido obediencia, agrado, asistencia, consuelo y consejo, tratándolo siempre con la veneración que se debe a la persona que nos apoya y defiende, y con la delicadeza de quien no quiere exasperar la parte brusca, irritable y dura de sí mismo, propia de su carácter”.

Aunque el documento sostiene que los consortes “se deben y tendrán respeto, deferencia, fidelidad, confianza y ternura” mutua, estos roles reflejaban la desigualdad entre los hombres y las mujeres, pues a ellos se les consideraba el sostén del hogar, en tanto que a ellas se les exigía obediencia.

A pesar de que estas ideas son anticuadas y que la lectura de la Epístola se derogó a finales del siglo XIX, las autoridades, por desconocimiento o por afán de imposición, continuaron con este rito durante mucho tiempo e, incluso hoy, pretenden dar mensajes o consejos de cómo debe ser la vida conyugal.

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