Existe una famosa pregunta de cajón al entrevistar a un escritor: “¿Qué libro llevaría usted consigo a una isla desierta?”. Usualmente las respuestas suelen llenarse de tomos de Joyce, Proust y el ocasional Melville, como si el escenario de la isla fuese el espacio ideal para las tareas pendientes, el único sitio en el que se pueden leer aquellos clásicos kilométricos. Sin embargo, hay otra respuesta recurrente: diccionarios. El volumen lexicográfico parece contener en sí misma una narrativa o lírica que podría entretener al varado en la isla durante décadas.

La historia literaria registra obras notables que o bien imitan su forma o contienen personajes que se inspiran u obsesionan con libros que les revelan verdades ocultas en el significado de las palabras. En estos casos el diccionario pasa de ser un mero recurso externo al texto, a ser una parte fundamental del misterio del cuento, novela o poema.

Los ejemplos paradigmáticos quizá sean la “Teología portátil” del Baron de Holbach, enciclopedista francés y radical anticlericalista, y el mucho más célebre “Diccionario del diablo” de Ambrose Bierce. Ambos se tratan de juegos en los que los términos definidos se llenan de una oscura ironía, donde los grandes conceptos se remiten a la maldad, la locura o la estupidez humana, basta como ejemplo la definición que Bierce da sobre el amor:

Ángel Gilberto Adame
Ángel Gilberto Adame

“Amor, s. Insania temporaria curable mediante el matrimonio, o alejando al paciente de las influencias bajo las cuales ha contraído el mal. Esta enfermedad, como las caries y muchas otras, sólo se expande entre las razas civilizadas que viven en condiciones artificiales; las naciones bárbaras, que respiran el aire puro y comen alimentos sencillos, son inmunes a su devastación”.

Otro caso que viene a la mente serían los bibliófilos protagonistas de los cuentos y poemas de Jorge Luis Borges. El gran proyecto entre demente y maravilloso de la tierra inventada de Uqbar en el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” se devela a partir de la casual consulta sobre el origen de un nombre. Por otro lado, en uno de sus grandes poemas, “El reloj de Arena”, el diccionario y sus grabados son un medio de preservación de la eternidad que permite “medir el tiempo de los muertos”, lo cual quizá nos dice algo del interés constante que manifestó el autor por un compendio serio del habla argentina y sus demoledoras críticas hacia el intento del filólogo Américo Castro de problematizar la jerga rioplatense:

“Pregunto: ¿Quién es más dialectal: el cantor de las límpidas estrofas [del Martín Fierro] que he repetido, o el incoherente redactor de los aparatos ortopédicos que enredilan rebaños, de los géneros literarios que juegan al football y de las gramáticas torpedeadas?”

En las historias del detective Kostas Jaritos, la lectura constante de diccionarios le permite al investigador calmarse, estructurar la situación y poder resolver el asesinato en turno en la Atenas que imagina Petros Márkaris.

La materia prima del escritor es el lenguaje, y la consulta lexicográfica es quizá la herramienta básica para no perderse entre sus propios materiales. Existen obras que se convierten en tremendos glosarios de arcaísmos y etimologías inexistentes, que, no obstante, esconden a la vista los indicios para descifrarlas. Decía Gilberto Owen que “la neuma poesía, en realidad, no viene a ser sino una novela de misterio en la cual se nos dan todos los datos, pero se nos deja a cada cual encontrar la propia solución”, en este tenor se puede afirmar que el diccionario es el escritorio en el que el detective conecta los puntos y resuelve el caso.

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