El martes 2 de mayo de 1961, Jorge Luis Borges comía con sus amigos Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo cuando una llamada los interrumpió: alguien había dado ese número telefónico. Resultó que del otro lado de la línea buscaban con urgencia a Borges. “Una señorita le anuncia que ganó el premio Formentor. Borges sospecha que se trata de una broma. BORGES: ‘¿Qué es ese premio?’ (…) LA SEÑORITA: ‘¿Qué hará con el dinero, señor Borges? ¿Viajará?’ BORGES: ‘Quizá llegue hasta Lomas (de Zamora) o hasta La Plata’. Silvina no duda de que es una broma”.
El Premio Internacional de Editores tuvo su raíz en los coloquios y debates que se dieron en el Hotel Formentor, situado en Mallorca. A estos coloquios, que fueron organizados en su origen por Camilo José Cela, se sumarían los jóvenes escritores catalanes de la “Generación de los 50”. Uno de esos jóvenes, Carlos Barral, tuvo la feliz iniciativa de crear dos galardones internacionales, entre ellos, el de los Editores para novela en cualquier idioma y publicada en los últimos años. El reconocimiento merecería 10 mil dólares y su respaldo se sostendría por seis prestigiosas editoriales, mismas que designarían al jurado.
Así, el 28 de abril, una semana antes de la comida en casa de los Bioy, un grupo de distinguidos escritores se reunieron en la paradisiaca isla Balear para escoger a los primeros ganadores. “Un miembro de cada comité proponente debía, al menos, intervenir a favor de una candidatura y todo el mundo tenía derecho al turno de réplica, (…) en las últimas sesiones, destinadas a la comparación de méritos y propicias a la polémica progresivamente enconada, según las posibilidades se iban concentrando en unos pocos nombres susceptibles de ser defendidos con impaciencia. La mayoría de las candidaturas (…) se iban delatando como compromisos con los miembros de los comités no presentes en las reuniones”. Luego de un par de días de debates abiertos, en los que se fueron descartando nombres de la talla de Marguerite Duras, Miguel Delibes, Max Frisch, Henry Miller y Alejo Carpentier, los finalistas fueron Samuel Beckett y Borges. Según recuerda Barral, la sesión definitiva se celebró en conclave: “Tras el último miembro del jurado se cerraron las puertas. Lloviznaba: la tarde se había puesto desagradable para los que quedábamos afuera, equipos editoriales, prensa y público. Por fortuna, había un bar a la intemperie”. Los jurados franceses, españoles e italianos respaldaron la candidatura del argentino, mientras que los ingleses, estadounidenses y alemanes prefirieron a Beckett. Ambas posturas eran irreductibles, para cada una su candidato respondía mejor a la pregunta esencial del premio: ¿Quién es hoy el escritor más imaginativo de la literatura mundial?
El reglamento, cuidadosamente estudiado, no decía nada sobre una posible partición del triunfo. La dupla Borges-Beckett había resultado inseparable. El acta indicaba que se reconocía al irlandés por sus novelas y al argentino “por sus cuentos y, en particular, por Ficciones”.
Para Beckett, quien ya gozaba de enorme prestigio, la distinción pasó inadvertida; en cambio, al autor de El Aleph, quien sólo era leído por un círculo minoritario, lo que en principio había tomado por una chanza, le significó la puerta a la mitificación: “De la noche a la mañana (sus) libros brotaron como hongos por todo el mundo occidental”. Emir Rodríguez Monegal agregó al respecto: “Fue también el comienzo de la vida de ‘Borges’ y, en consecuencia, el fin de la vida privada de Borges. A partir de entonces ‘Borges’ dominó por completo. Lo que quedó para Borges fueron las migajas, las sobras, los residuos”.