Los robos a casa habitación y los allanamientos son consabidos desde la invención de la propiedad privada; en las comedias barrocas, por ejemplo, son piezas claves de enredos. Ireneo Paz en “La Patria” se quejaba de la deficiente educación y de la pérdida de las buenas costumbres, pues esto se resolvía en la multiplicación de ladrones: “Sorprende realmente ese instinto natural que hay en ciertas gentes, esa propensión para apoderarse de lo ajeno, sin el menor escrúpulo, con tanta frescura como su fuera propio. […] La instrucción que se ha desarrollado en las masas es la del pillar: por donde quiera se ven malos ejemplos y ya se sabe que con más facilidad se imita lo malo que lo bueno. La sociedad está corrompida en sus bases, la moral está desterrada de las costumbres, se ha visto que no es el trabajo honrado el que produce mayor provecho y… toda la plebe da el ensancho a sus inclinaciones”.

Esto lo declaraba enérgicamente, luego de que el 11 de julio de 1914, año del nacimiento del unigénito del matrimonio Paz Lozano, Enrique González se introdujo en el hogar del licenciado Octavio Paz Solórzano ubicada en la calle de Venecia número 44, colonia Juárez, muy cerca de la avenida Chapultepec. El caco quizá no sabía que la morada a la que penetraba pertenecía a un agente del Ministerio público, probablemente también ignoraba que su víctima no era tan vulnerable y que el botín que esperaba quizá tampoco valía la pena. Los hechos ocurrieron de la siguiente forma:

González irrumpió por una ventana a la vivienda del licenciado Paz, la noche era absoluta. En la alcoba del matrimonio no había alma, Octavio se hallaba en el baño y Josefina, su esposa, daba cuidados a un bebé de escasos cuatro meses: “El licenciado Paz, que en aquellos momentos hacía su toilette, al darse cuenta de la fechoría del rata, salió tras él logrando darle alcance a las dos calles, donde con ayuda del gendarme del punto lo aprehendió llevándolo en seguida al Ministerio Público”. De acuerdo con la información lo único que logró extraer fueron un par de fistoles, perlas de California y una pistola que halló en el despacho.

El asaltante fue remitido al juez séptimo de instrucción, Abel C. Salazar, “quien desde luego comenzó a practicar las diligencias del caso, y habiéndose obtenido la confesión del acusado, se le decretó auto de formal prisión”. En las investigaciones, se descubrió que Enrique González tenía más entradas a la cárcel general que años de vida y que no obstante haber sufrido largas condenas, jamás desistió de afán por las cosas ajenas. Con este antecedente, el dos de agosto se dictó la sentencia de cuatro años de trabajos forzados en prisión e inhabilitación para cualquier empleo y cargo público por término de diez años después de terminada su pena. Los medios admiraron la severidad del castigo: “Hace mucho tiempo que se daba el caso de que un acusado por delito de robo fuese sentenciado no sólo a sufrir una larga condena sino también la suspensión de derechos civiles y políticos”.

Y así terminaba Ireneo sus reflexiones: “Ningún pueblo del mundo está tan necesitado como el nuestro de que se le dirija por la senda del bien, de que se eduque […]. He aquí por qué son tan necesarias las escuelas rudimentarias si quiera para que la gente […] tenga alguna idea de lo que son la pertenencia, el honor y las demás cosas que tanto interesa conocer. Luego que nuestra gente esté medianamente educada, dejaremos de estar como Jesucristo, crucificados en medio de los ladrones”.

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