Según Joseph Campbell, “un héroe se aventura desde el mundo cotidiano a una región de maravillas sobrenaturales […] [donde] obtiene una victoria decisiva. El héroe regresa de esta misteriosa aventura con el poder de otorgar bendiciones a sus semejantes”. De acuerdo con esta concepción, uno de los héroes más importantes de nuestro Partenón es el caudillo Agustín de Iturbide.

Sin embargo, por diversas circunstancias, la historia oficial ha sido veleidosa con nuestro libertador. Así, en algunos momentos le ha otorgado plenos derechos heroicos, pero desde 1921 lo condenó al ostracismo, lo que constituye algo singular, ya que quizá no hay ninguna otra nación que repudie a quien le dio la independencia.

En este vaivén, una de sus mayores horas altas ocurrió en 1838, fecha en que Anastasio Bustamante ordenó que se le rindieran honores póstumos y que se trasladara su cadáver del cementerio de Padilla a la catedral Metropolitana.

Viñeta de Gilberto Adame
Viñeta de Gilberto Adame

La exhumación se realizó el 22 de agosto, en presencia de mandos civiles, eclesiásticos y los habitantes del pueblo: “al extraerse los restos de la fosa, se hizo un inventario formal de ellos; se encerraron en una urna de madera forrada de terciopelo negro, con galones y franjas de oro”. Al día siguiente, los miembros del ejército del Norte, en Soto la Marina, que fueron seleccionados como custodios, partieron con los despojos. Durante todo el trayecto “no hubo un instante […] en que no haya tenido delante de sí ojos inundados de llanto, corazones traspasados de un dolor de despecho”.

A la llegada de la comitiva a Cuautitlán el 25 de septiembre, el oficial Francisco Molina entregó las cenizas a los dirigentes de la plaza. Luego de esto, “se colocó en un landó abierto, todo enlutado, y tirado por cuatro caballos negros enjaezados de luto, en el cual entraron también las autoridades que salieron de la capital”. Cuando se terminó de rendirle honores en la colegiata del lugar, la escolta se dispuso a partir para la ciudad de México, cuyas campanas y cañones se hicieron sonar, desde la entrada, durante todo el recorrido hacia la catedral.

Un mes estuvieron resguardados los despojos en la capilla del Convento de San Francisco, hasta que el 27 de octubre, luego de que durante tres días permanecieran expuestos al público los huesos del emperador, se realizaron las exequias. La iglesia estaba adornada solemnemente y todos los asistentes vestían de luto.

A los costados del catafalco se escribieron cuatro octavas, dos por Joaquín Navarro, una por Juan Nepomuceno Lacunza y, la última, por Manuel Tossiat Ferrer: “Miró de los tiranos la agonía;/ Libró a la patria del dominio ibero,/ Y abierta le esperó la tumba fría/ Al volver del país del extrangero./ Al morir en su frente relucía/ El noble ceño de inmortal guerrero;/ Y al ecshalar el último suspiro/ Clamó gozoso: ‘Por la patria espiro’”.

El acto duró desde las ocho de la mañana hasta el atardecer, cuando se depositó la urna en un sepulcro provisional y se procedió a darle el pésame al Presidente de la República. Posteriormente, se mandó a erigir un mausoleo de mármol en la capilla de San Felipe de Jesús, donde se podía leer el epitafio escrito por José María Tornel: “Agustín de Iturbide, autor de la Independencia. Compatriota, llóralo. Pasajero, admíralo. Este monumento guarda las cenizas de un héroe”.

Los cronistas de la época mencionaron que “la multitud de flores y poesías […] son la prueba de que el pueblo, exento de pasiones odiosas, es el único juez de los grandes hombres”.

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