Como mexicanos, sentimos orgullo y plenitud al hablar de lo que nos distingue. Festejamos, por ejemplo, las pirámides de Teotihuacan, el irrepetible azul maya, la televisión a color y los paisajes naturales. Las playas, el bosque y el desierto los percibimos parte de nuestra identidad. Tenemos afiliación y pertenencia a lo que consideramos es el “pasado mexicano”, no obstante, hemos olvidado una herencia muy valiosa: el libro y la biblioteca.

México no se percibe como un territorio bibliófilo, sin embargo, aquí se imprimió el primer libro del continente. Además, aquí se fundó la primera biblioteca de América, e incluso antes, las culturas mesoamericanas ya tenían una noción muy parecida a lo que ahora se entiende por ello: un lugar donde se resguarda y se comparte el conocimiento. A través de los años, nuestro amor por la palabra escrita disminuyó y el interés por la lectura se diluyó, abandonado sin darle mayor importancia. Aunque es valioso recordar que la historia de la imprenta americana tiene sus orígenes en tierras mexicanas, nuestra apatía no deja de ser lamentable.

Foto: Especial
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El abandono del libro también está marcado por lamentables decisiones del mercado editorial: hace años que poetas mexicanos esenciales como Carlos Pellicer, Bernardo Ortiz de Montellano y Elías Nandino, por mencionar algunos, no son reeditados ni distribuidos y sus nombres comienzan a convertirse en una anécdota, una reliquia sin lectores. Eso sí, las editoriales insisten en publicar “manuales” de lectura, tomos aburridos que buscan instruir sobre cómo o por qué leer. ¿No sería más fácil editar y promover literatura de calidad?

A pesar de estas prácticas tan arraigadas en el panorama nacional, las bibliotecas siguen ahí, más allá de ser impresionantes piezas arquitectónicas y un recuerdo vivo de la búsqueda de conocimiento; aunque, en el presente, parecen ser visitadas sólo por el polvo, estudiantes obligados, los poquísimos aficionados y grupos vandálicos que, ignorando lo que se resguarda, destruyen nuestro patrimonio.

Hace unos meses decidí trabajar en la Biblioteca Central, concentrándome en la investigación, la tarde se convirtió en noche y noté que los pasillos y las mesas seguían vacíos. Seguí trabajando hasta que un empleado decidió apagarnos las luces a los pocos concurrentes que estábamos consultando el acervo. No es casualidad que el lector en México sea una especie en peligro de extinción. Es cierto que la forma, la frecuencia y la velocidad para acceder a la información ha cambiado radicalmente en los últimos 25 años, sin embargo, aún existe un valor que se ignora en estos espacios, el cual es muy difícil vislumbrar cuando no se permite ni siquiera a los interesados permanecer ahí. ¿De qué nos sirve resguardar estas bastas colecciones de textos si las luces están apagadas?

El crear grandes obras literarias dejó de ser una garantía de inmortalidad. Más que el desinterés del ancho de la sociedad, sorprende el desdén de quienes se dedican a la distribución y preservación de los libros. Poco a poco los nombres esenciales de nuestra tradición literaria pasan a ser letreros de escuelas públicas y calles encharcadas. En un futuro cercano, la Central será solamente una sala de exhibición para que algunos distraídos le tomen fotos a los murales de O’Gorman, y sus acervos esperarán, pacientes, a que el polvo los desintegre por completo. O quizá con sus anaqueles repletos de volúmenes de dudosas celebridades que abonan al imperio de lo efímero.

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