Hace unas semanas dediqué una columna a narrar algunas andanzas de Joaquín de la Cantolla y Rico, el piloto mexicano más prominente y famoso del siglo XIX. No sólo sus diversas ascensiones y espectáculos públicos le valieron una gran popularidad, sino que fue el inventor de los famosos “globos de Cantolla”. En un esfuerzo por profundizar en su vida, me encontré con una biografía novelada escrita por Eugenio Aguirre y algunas notas periodísticas que complementan la información.
En su obra "Cantolla, el aeronauta", el autor imagina la forma en que nació nuestro navegante: como su madre, Soledad Rico, era incapaz de parir, su boticario la amarró por el abdomen, mientras dos enanos brincaban y bailaban sobre la cuerda y unos cirqueros tocaban música animada para marcar el ritmo. Debido a la presión ejercida por la cuerda, el niño salió “disparado con la fuerza de un obús” y su “padre, no creo que comprenda cómo le hizo, [lo] atrapó al vuelo”. La jocosa narración sirve a Aguirre para explicar la pasión de Joaquín, herencia de su entusiasmado y obstinado padre, quien lo llamaba jubilosamente “Hijo del viento”, como un augurio de su futuro.
Como mencioné en la primera entrega, en 1863, el periódico "La Sociedad" dio cuenta de una desgracia: el día 1° de noviembre, “al ascender el globo, vióse en los aires, pendiente de una de las cuerdas, a un artesano, de quien se ignora si se enredó al partir el aerostato”. Al intentar llegar a la canastilla, el hombre cayó y “vino a estrellarse en la azotea de Palacio, oyéndose el ruido del golpe a gran distancia y quedando muda de horror la concurrencia”.

De la Cantolla reveló más tarde que la víctima había sido José Merced Avilés, sastre de 19 años, que subió “por haberse asido violentamente de un tirante de la red, del que despojó al operario que lo tenía en la mano”. No obstante, a pesar del peligro que corría, el aficionado no se soltó cuando Joaquín y la policía se lo recomendaron. El aerostero añadió: “No quiero recordar la fatiga que en la altura tuvimos ambos para luchar con la muerte, por la extraña posición en que íbamos colocados a consecuencia de la desnivelación del aparato, ni los esfuerzos sobrehumanos que hice por salvarlo aun exponiendo mi existencia; todo fue inútil: escuché horrorizado y con dolor sus últimas palabras de «Dios me salve, ya no puedo, me suelto»”. Concluyó en su carta: “Forzoso es colocar sobre su tumba un lauro verde y cándidas rosas, única recompensa a que somos acreedores los aeronautas mexicanos”.
Días después, se ampliaron los detalles de la noticia y se informó que el joven Avilés había trabajado en conjunto con Joaquín en la hechura de la aeronave y que, mientras despegaba, el costurero se había aferrado a la barquilla pidiendo que lo dejara subir, a lo que el piloto se opuso rotundamente, no porque no quisiera llevarlo, sino porque no estimaba que el globo tuviera fuerza suficiente para soportarlos y “conociendo que su compañero no podía salvarse ni ser salvado, temió que la falta súbita de su peso le hiciese salir […] de la barquilla, por lo cual se asió fuertemente a ella”. Así fue como Joaquín vio al sastre de su globo perder la vida.
Luego de mucha actividad, en los años posteriores, De la Cantolla redujo su ritmo y realizó solo unos cuantos viajes, quizás el vuelo más importante fue el que hizo en honor a Maximiliano, lo que le valió el favor del emperador y, por sus diversos logros, fue galardonado con la Medalla de Plata del Mérito Civil, en 1867.

