Michel de Montaigne llegó a afirmar que uno de los mayores acontecimientos de su vida fue su estrecha relación con el filósofo Étienne de La Boétie, a quien conoció en 1558 y frecuentó hasta su muerte cinco años después. Fue tal el impacto que su querido amigo produjo en él que, además de escribir una extensa carta a su padre en la que relata la agonía de su compañero de pasiones intelectuales, concibió su famoso libro Ensayos como un proyecto destinado a realzar el genio de La Boétie, aunque su objetivo se frustró debido al clima político de la época. En su lugar, escribió De la amistad.

En esta obra, el ensayista francés explica que: “lo que solemos llamar amigos y amistades no son más que relaciones y familiaridades entabladas por alguna ocasión o ventaja a cuyo propósito nuestras almas se unen. En la amistad de que yo hablo, se mezclan y confunden entre sí con una mixtura tan completa, que borran y no vuelven a encontrar ya la costura que las ha unido”.

Montaigne se esforzó también por distinguir la camaradería, que es mesurada y continua, del amor, caracterizado por su fiereza y volubilidad. Desde su punto de vista, la cofraternidad es el único vínculo genuinamente libre que une a dos individuos, inconcebible bajo cualquier manifestación de la tiranía. Así relató su lazo con La Boétie: “Nos buscábamos antes de habernos visto y por noticias que oíamos el uno del otro, las cuales causaban en nuestro afecto más impresión de la que las noticias mismas comportaban [...]. Nos abrazábamos a través de nuestros nombres. Y en el primer encuentro, que se produjo por azar en una gran fiesta y reunión ciudadana, nos resultamos tan unidos, tan conocidos, tan ligados entre nosotros, que desde entonces nada nos fue tan próximo como el uno al otro”. Así, debemos la obra magna de Montaigne a su compañero, a su presencia y posterior ausencia.

Viñeta de Gilberto Adame
Viñeta de Gilberto Adame

Un ensayo más actual sobre esta relación fraternal es "La amistad", de Maurice Blanchot, publicado en 1971. El libro, pese a lo críptico de su escritura y su insistente renuencia al encomio, está dedicado a su colega Georges Bataille, a quien admiró personal e intelectualmente y en cuya memoria apuntó: “¿Cómo aceptar hablar de este amigo? Ni para hacer un elogio, ni en interés de cualquier verdad. Los rasgos de su carácter; las formas de su existencia; los episodios de su vida, incluso coincidiendo con la investigación de la que se sintió responsable hasta la irresponsabilidad, no pertenecen a nadie. No hay testigos”.

Otro de los cultivadores de los panegíricos fue Jacques Derrida, quien enarboló en "Cada vez única, el fin del mundo" sentidos discursos para sus más entrañables compañeros de viaje, dentro de los que se encontraban los mismos Bataille y Blanchot, Michel Foucault, Roland Barthes, Gilles Deleuze, Emmanuel Lévinas, etc. Derrida explica: “Ningún discurso sobre la amistad [...] se ha librado nunca de la gran retórica del epitafio y, en consecuencia, de alguna celebración transida de espectralidad, a la vez ferviente y ganada ya por la frialdad cadavérica o petrificada de su inscripción, del convertirse en epitafio de la oración”.

Tanto en la vida como en la muerte de los amigos nos resulta casi indigno tomar la palabra, como si hablar y agradecer fuesen incompatibles. El compromiso que une a dos personas en un vínculo fraternal es casi incalculable, extendido al futuro, de modo que uno es el heredero de las inquietudes y las certezas del otro, reafirmando el pacto auténtico de la interlocución.

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