Los seres artificiales han acompañado a la historia de la humanidad al menos desde que el mundo natural fue influenciado por la técnica. A partir del siglo XVII se popularizó la tesis de Lucien Offray de La Mettrie, según la cual “nuestro cuerpo es un reloj, pero un reloj inmenso”, donde traslucían las ideas filosóficas de la naturaleza como un sistema racional y, por tanto, inteligible y asimilable por el ser humano, con la consecuencia lógica de que los seres vivos podían ser reproducidos bajo la forma de las máquinas.

Los constructores de autómatas de la época clásica tuvieron como objetivo imitar las principales funciones vitales, como la respiración o la circulación de la sangre. El ingeniero francés Jacques de Vaucanson obtuvo gran notoriedad por dos de sus creaciones, una de las cuales era, según se describe en la edición de "Vidas de autómatas ilustres", de Sonia Bueno Gómez-Tejedor y Marta Peirano, “un pato artificial de cobre dorado que puede beber, comer, graznar, chapotear y digerir de la misma manera que lo haría un pato vivo”. Lo sorprendente de este artefacto fue que sirvió a su creador para defender la tesis de que los alimentos eran disueltos por jugos gástricos y no triturados por los intestinos, como se creía hasta entonces.

Ángel Gilberto Adame
Ángel Gilberto Adame

El autómata más famoso creado por Vaucanson fue “El flautista”, el cual hizo su primera aparición en París, el 11 de febrero de 1738. Se trataba de una réplica de un fauno expuesto por aquel entonces en el Jardín de las Tullerías, con la diferencia de que éste contaba con un mecanismo que le permitía imitar el funcionamiento de los pulmones humanos cuando se toca una flauta; hubo quienes llegaron a afirmar que respiraba. Voltaire lo bautizó como “Rival de Prometeo” y Diderot lo utilizó para ejemplificar la palabra “androide” en el primer volumen de la "Enciclopedia", en la cual incluyó una minuciosa descripción de la figura.

Poco después apareció un nuevo tipo de máquina aparentemente más compleja y llamativa: “El turco” o “El jugador de ajedrez”, cuya historia fue retratada por Robert Löhr. Se trataba de una figura tallada en madera vestida con un turbante y prendas orientales, el cual jugaba con tal destreza que se le llegó a considerar invencible. Fue construido por el artesano húngaro Wolfang von Kempelen en 1769 para entretener a la realeza, sin embargo, debió desmantelarlo casi de inmediato ya que sus capacidades causaron miedo y confusión. A diferencia del flautista, que era capaz de reproducir un proceso biológico, el turco provocó controversias morales y teológicas, puesto que para poder desarrollar sus habilidades tenía que “pensar”. Para demostrar la transparencia de su experimento, Kempelen solía mostrar el interior de su autómata antes de cada partida.

En 1784, el turco acabó en manos del ingeniero Johann Nepomuk Maezel, quien lo enfrentó con Benjamin Franklin y Napoleón Bonaparte, a quienes derrotó sin mucho esfuerzo. El secreto de la máquina sobrevivió hasta 1834, cuando el ajedrecista caído en desgracia, Jacques Mouret, la vendió a una revista ilustrada de variedad. En sus últimos días, Mouret describió la manera en que dirigió las partidas desde un compartimiento oculto, mediante un ingenioso sistema de espejos e imanes. Algunos de los ajedrecistas más connotados que estuvieron dentro del turco fueron William Schlumberger, William Lewis y Johann Allgaier.

Los autómatas arraigaron en la imaginación humana debido a que intentaron responder preguntas que no han dejado de ser apremiantes para nosotros: qué somos y de dónde venimos.

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