La historia de los laberintos es la historia de la imaginación humana confrontada con sus límites. Estas formaciones caóticas han dado lugar a todo tipo de ensoñaciones arquitectónicas y literarias, ilustrando libros infantiles e inundando de símbolos a los fantásticos.
El laberinto es una ruta que se abre a lo salvífico a través de una solución, puesto que cada uno de ellos tiene un solo camino que va transformándose metafóricamente en la representación de nuestro paso por la vida. Rebecca Solnit ejemplifica esta analogía entre los intrincados dédalos y la vida en la fe: “En las iglesias medievales (los) laberintos (…) se llamaban ‘caminos a Jerusalén’, y el centro del laberinto era Jerusalén o el mismo paraíso. Se sostiene que ofrecían la posibilidad de comprimir una peregrinación en el espacio compacto del suelo de una iglesia, con las dificultades del progreso espiritual representadas por las vueltas y los giros”.
Uno de los laberintos más famosos fue el laberinto de Creta, en cuyo interior se encontraba el Minotauro. Fue tan popular que incluso apareció en las monedas cretenses; no obstante, pese a la gran fascinación de la civilización griega por estas formaciones, no se conserva evidencia material de este lugar. En Escandinavia existen alrededor quinientas construcciones de este tipo y los pescadores las recorrían antes de zarpar para garantizar buena pesca y vientos favorables.
Actualmente se preservan, principalmente en Inglaterra, los llamados laberintos de setos vivos, los cuales buscan confundir a quien se adentre en ellos, ya sea con un objetivo lúdico o erótico.
Otras obras de la arquitectura laberíntica destacadas son las elaboraciones esculpidas en roca en Cerdeña o las estructuras hundidas en el desierto de Arizona.
Un laberinto hoy extinto que conjugaba el arte de caminar con el arte de leer e interpretar, fue el del palacio de Versalles, el cual fue considerado el jardín formal más grande de Europa. W. H. Matthews, célebre experto en la materia, refirió que el sitio estaba coronado por una estatua de Esopo rodeada de figuras que iban relatando sus fábulas, las cuales emitían un chorro de agua que simbolizaba el habla, lo cual daba la apariencia de una antología de tres dimensiones que sintetizaba los significados de los relatos.
Jorge Luis Borges fue uno de los escritores que más prolíficos en el tratamiento de estas construcciones. Uno de sus postulados plantea la idea de que la literatura es patria y destino a la vez, y el laberinto configura esta visión, puesto que reitera los mecanismos operativos que posibilitan esa unilateralidad. Además de los múltiples poemas que dedicó a esta complicada figura, escribió al menos tres cuentos que recopilan su perspectiva acerca de estas maravillosas creaciones: “Los dos reyes y los dos laberintos”, en donde un par monarcas rivales poseen cada uno su laberinto —uno material y otro inmaterial—, siendo el segundo más imponente que el primero; “El jardín de senderos que se bifurcan”, un espacio físico que se extiende a través del tiempo y da cabida simultánea a lo poético, lo histórico y lo filosófico; y “El inmortal”, donde la construcción aparece bajo la forma de la sucesión de narrativas que configuran la intertextualidad. Entre nosotros, Octavio Paz lo utilizó como metáfora para plasmar nuestro dilema vital.
Los laberintos permiten a la humanidad considerar la vida que nos ha sido adjudicada como un auténtico viaje del que somos capaces de relatar por nuestra propia voz, testimonio palpable de nuestros sentidos.