Todas las culturas a lo largo del mundo y en todas las épocas han intentado responder a la pregunta: ¿a dónde vamos cuando morimos? Desde una mirada antropológica, Claude Lévi-Strauss señaló la trascendencia de este cuestionamiento, pues el relato a través del cual cada pueblo responde a esa cuestión determina sus ritos funerarios y sus creencias religiosas; éstas, a su vez, tienen incidencia en nuestras funciones psicológicas y sociológicas.
Desde un enfoque más ameno y lúdico, en "100 lugares que ver después de morir" (Planeta, 2024), el famoso presentador de televisión estadounidense Ken Jennings ofrece una guía de sitios de ultratumba que se han concebido a lo largo de los siglos. Su libro abarca de los mitos cosmológicos de las antiguas civilizaciones, hasta las más recientes series y películas. Este enfoque resulta bastante atractivo porque, a pesar de que el número de creyentes ha disminuido dramáticamente en las últimas décadas, las producciones audiovisuales contemporáneas dan cuenta de que aún nos preocupa lo que nos depara el “el más allá”.
Jennings plantea una tesis sugerente: en el fondo, las diversas concepciones del cielo y del infierno no han cambiado mucho entre las culturas antiguas y los Simpson; son los pequeños detalles y aspectos menores los que se han transformado; si las sociedades primitivas imaginaban el paraíso a partir de ausencias —sin invierno, hambre ni enfermedades—, conforme la humanidad progresó, éste comenzó a representarse como un lugar de mayor abundancia —con palacios, festines, harenes, etc.—.
Así, Jennings se convierte en un psicopompo que nos conduce por una serie de lugares escatológicos. ¿Cuántos de ellos quisiéramos visitar y a cuáles merecemos entrar? Los sitios de penitencia no son para nada atractivos, más que por los diferentes tipos de castigos irónicos que quizá nos gustaría presenciar, pero no padecer, como un cuadro del Bosco.
Las antiguas culturas imaginaban regiones subterráneas inhóspitas con climas extremos para los malvados e ineptos. Por ejemplo, los nórdicos y los aztecas concebían al Hel y al Mictlán, respectivamente, como lugares fríos, oscuros y desagradables destinados para los que no murieron en batalla. En este tipo de inframundos se padecían toda clase de tormentos insólitos, como los que Hunahpú e Ixbalanqué tuvieron que superar en el Xibalbá.
En cuanto a las religiones abrahámicas, su representación del infierno es muy parecida. En cambio, las recompensas que ofrecen sus respectivos cielos evidencian las preocupaciones de cada pueblo. En la Yanna, el exuberante paraíso de los musulmanes, una de las promesas más tentadoras era encontrarse con 72 vírgenes destinadas para los guerreros que morían por la guerra santa. El Purgatorio entre los católicos tuvo gran relevancia durante la Edad Media porque se relacionó con la venta de bulas papales, pero en 2011 Benedicto XVI decretó su inexistencia física.
Muchos de los motivos de la antigüedad sobre el inframundo se han repetido en la música, el cine y la televisión, aunque las implicaciones religiosas se han transformado, a tal grado que algunas series han representado al infierno como un lugar más atractivo porque “las buenas bandas se afilian con Satán”. Es cierto que la amenaza de un tormento eterno o la promesa de la salvación de las almas ya no es tan influyente en las sociedades modernas. Sin embargo, el cuestionamiento de Hamlet sobre “esa región no descubierta, de cuyos límites ningún viajero retorna nunca” nos sigue intrigando.