En tiempos recientes, el endurecimiento de la política migratoria en Estados Unidos ha generado profunda preocupación.
No solo por los efectos inmediatos que provoca en miles de personas, sino por lo que representa: la fragilidad de un sistema nacional e internacional que, aunque se han firmado compromisos en defensa de los derechos humanos de migrantes, muchas veces no se respetan.
México, por su parte, se encuentra en una encrucijada.
Aunque ha mejorado en sus esfuerzos por atender el fenómeno migratorio, la realidad es que no siempre cuenta con la fuerza diplomática suficiente para proteger a sus connacionales ante decisiones unilaterales del país vecino.
Es urgente construir bases en nuestro país más sólidas para enfrentar un fenómeno que lleva décadas arraigado en nuestra historia.
La migración mexicana hacia Estados Unidos no es nueva.
A mediados del siglo pasado, muchas familias comenzaron a separarse por necesidad.
Los padres partían al norte en busca de sustento, y así nacieron comunidades enteras que hoy son fundamentales para la economía binacional.
Miles de millones de dólares en remesas entran a México cada año, esto es presumido por el gobierno todo el tiempo y si bien el valor económico es importante, no debe ocultar el verdadero rostro humano de la migración: historias de esfuerzo, de ruptura familiar, de esperanza en medio de la adversidad.
Hoy más que nunca se vuelve necesario un llamado a la reflexión global.
No podemos permitir que las personas migrantes queden desprotegidas ante cambios abruptos de políticas migratorias.
Tampoco podemos seguir dependiendo del esfuerzo individual de quienes migran, sin que existan sistemas eficaces para protegerlos.
En este contexto, la Organización de Estados Americanos (OEA) y la Organización de las Naciones Unidas (ONU) deben asumir un papel mucho más activo.
No basta con enunciar principios o suscribir tratados: es urgente que ambos organismos convoquen, con calidad de urgencia, a un debate regional e internacional que dé paso a una nueva política migratoria global, más cercana a las realidades de este siglo, y más comprometida con la protección efectiva de las personas.
El desafío es claro: los organismos internacionales no pueden permanecer como espectadores.
Representan a decenas de países que, en su conjunto, han construido consensos fundamentales sobre la dignidad humana, el derecho al asilo, a la reunificación familiar y al libre tránsito.
No puede ser que un solo país pueda, por decisión interna, desactivar esos compromisos sin consecuencias.
Es tiempo de que la comunidad internacional avance hacia mecanismos vinculantes, con capacidad real para evitar arbitrariedades y represión.
México también debe asumir este momento como una oportunidad para replantear sus propias políticas.
Desde los gobiernos estatales hasta el federal, se necesita generar condiciones de vida más equitativas, con oportunidades de desarrollo local que hagan de la migración una opción libre, no una salida obligada.
Particularmente en estos momentos de crisis, por lo que pasan los migrantes en Estados Unidos, los estados fronterizos deben prepararse con programas integrales de atención, comunicación con las familias y defensa legal para quienes sean retornados o deportados.
Hoy, más que nunca, urge una conversación seria, profunda y respetuosa sobre las causas estructurales de la migración, y sobre los caminos que permitan proteger a quienes decidan migrar.
Porque un país que respeta los derechos de sus migrantes, dentro y fuera de sus fronteras, es un país que honra su historia y construye un futuro más justo.
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